La libertad interior frente a las críticas y los elogios es ese don que tantas veces pido. Es una gracia que tengo que pedir cuando me turbo con las críticas, o me creo especial con los halagos.

Lo sé con la cabeza, porque lo he oído, porque me parece evidente. Sé que ningún elogio me hace mejor de lo que soy y ninguna crítica me quita un ápice de mi valor. Pero luego mi corazón no obedece y se turba; sufre y se incomoda; se alegra en exceso o cae en la soberbia.

En ocasiones me veo descalificando a quien me critica. Como si así esa opinión dejara de tener valor por venir de quien viene. Pero creo que no es el camino descalificar a quien me critica. En sus palabras, en su crítica, Dios puede estar diciéndome algo importante.
Y si descalifico a su autor, las palabras pierden fuerza. Y yo no quiero que pierdan fuerza. Quiero que sean lo que son, ni más ni menos. Una llamada de atención. Una caricia de Dios que me conmueve.

Un elogio, una crítica, son dos caras de una misma moneda. Las dos me hablan del eco que tiene mi vida en el mundo.

A veces también me duele la omisión, cuando nadie me critica, ni me ensalza por lo que hago. El silencio es ausencia de eco. Ese silencio incómodo de la indiferencia. Esa callada respuesta del mundo que me lleva a juzgar mis actos como indiferentes para los demás.

Sé que ante las críticas no puedo defenderme. Pero muchas veces lo hago. Busco justificaciones. Ataco otras formas diferentes de hacer las cosas. Descalifico. Echo la culpa a otros. Me siento tan mal que ataco al que me critica.

Para ser humilde el camino más rápido son las humillaciones. Aunque es el camino más difícil. Leía el otro día: “Resistirse a la humillación es algo natural. Retrocedemos ante las experiencias humillantes. Entonces nos vendrá bien recordar quiénes somos nosotros realmente y quién es Dios. Si detrás de esa experiencia sólo vemos el daño y lo desagradable del hecho, únicamente puede ser porque hemos perdido de vista la voluntad de Dios y su providencia”[1].

Miro a Jesús acusado injustamente y me siento tan pobre, tan débil… Lo miro a Él que no se defiende. Que no ataca con sus palabras. Simplemente calla. Yo no soy capaz de callarme. Me gustaría aprender. Callarme y no buscar salir yo bien de una ofensa. Quedar bien. Resultar ileso.

Pienso que las críticas me ayudan a cuestionar mi forma de hacer las cosas. No todo lo que hago está bien hecho. No todo recibe la aprobación de los hombres. ¿Por qué me obsesiono por ser aprobado siempre, en todo y por todos?

Tal vez es la misma herida de siempre. La herida de amor que llevo grabada en el alma. Esa herida con la que nacemos todos. Lo sé. Y busco llenar el vacío de amor que tiene el corazón herido. Lo busco. Pretendo llenarme de elogios, de halagos, de piropos. Como si al ser admirado por muchos la pena desapareciera para siempre. Y no es así. Nunca está satisfecho el corazón herido.

Es verdad que me hacen bien los halagos. Son como un bálsamo. Pero puedo caer con ellos en la vanidad. Quiero aceptarlos con humildad y luego darle gracias a Dios por ellos.

Creo que el elogio y la crítica tienen que ver con la verdad de mi vida. Soy digno de críticas y de elogios. Soy susceptible de ser criticado. No debo rechazar las críticas. Pero tampoco tengo que eludir los elogios. Ambos me construyen. Son el eco de mis obras.

El que no actúa es menos criticado que el que se expone. El que entrega su vida puede ser más cuestionado que el que la guarda. El que habla se muestra en su verdad. El que ama se arriesga. Al que se le ve se le pueden sacar más fácilmente los defectos que al que se protege mucho.

A veces por perfeccionismo guardamos lo que hacemos. Para que no nos juzguen, para que no nos critiquen. Dejamos de entregar los bocetos de nuestra vida esperando a tener lista la obra de arte. Y tal vez el tiempo se nos escurre entre los dedos y nunca damos lo que tenemos, porque no es perfecto.

Y es que nada de lo que hacemos es perfecto. Y por miedo al rechazo, por miedo a la crítica, nos guardamos.

Lo tengo claro. No puedo esperar ser gusto de todos. No quiero buscar el halago y la alabanza cuando hago algo, cuando me expongo, cuando sirvo. Esa búsqueda enfermiza y obsesiva me hace daño.

Sólo puedo acoger lo que me llega. Y ser siempre agradecido. Tanto en el elogio como en la crítica. Y esperar que las cosas me vengan de frente. Cuando alguien se atreve a decirme algo a la cara es un regalo de Dios.

Decía el padre José Kentenich: “Si soy superior debo agradecer cuando alguien me critique cara a cara. Dicho familiarmente, yo no tolero que se me ataque por la espalda”[2]. Que me digan las cosas a la cara. Y que yo sepa ayudar a otros diciéndoles cómo veo yo sus vidas.

La sinceridad es importante. El amor a la verdad. De frente, de cara. Una verdad dicha siempre con amor, con caridad. Sin herir. Con sensibilidad. Poniéndome en el lugar del otro. No de cualquier manera.

Todo ello me ayuda a crecer. Me ayuda a abrazar mi verdad aunque a veces me duela en lo más hondo. Es la honestidad con mi vida tal y como es.

Acojo con alegría los ecos que despiertan mis obras. Las huellas que voy dejando en el camino. Acepto el elogio y la crítica. Dios me habla en ellos. Dios me invita a crecer cada día.
Carlos Padilla
Aleteia
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