El Papa Francisco pidió hoy a los líderes religiosos y políticos de
detener la “locura homicida” del fundamentalismo “en nombre de Dios” y
abogó para que se ocupen de la “miseria espiritual”, la “pobreza social”
y “la libertad religiosa”.
El Pontífice reflexionó sobre la seguridad y la paz
en un mundo lacerado por la violencia en la Sala Regia del Palacio
Apostólico del Vaticano este 9 de enero de 2017. Lo hizo durante el
saludo tradicional de augurio por el nuevo año dirigido al Cuerpo
Diplomático acreditado ante la Santa Sede.
Así se refirió al terrorismo de “matriz fundamentalista”, que el año
pasado “ha segado la vida de numerosas víctimas en todo el mundo: en
Afganistán, Bangladesh, Bélgica, Burkina Faso, Egipto, Francia,
Alemania, Jordania, Irak, Nigeria, Pakistán, Estados Unidos de América,
Túnez y Turquía.
“Hago por tanto un llamamiento a todas las autoridades religiosas
para que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre
de Dios. El terrorismo fundamentalista es fruto de una grave miseria
espiritual, vinculada también a menudo a una considerable pobreza
social”, subrayó Francisco.
Asimismo, se mostró convencido de que el fundamentalismo “sólo podrá
ser plenamente vencido con la acción común de los líderes religiosos y
políticos”.
A los religiosos – añadió – “les corresponde la tarea de transmitir
aquellos valores religiosos que no admiten una contraposición entre el
temor de Dios y el amor por el prójimo”.
Y a los políticos “les corresponde garantizar en el espacio público
el derecho a la libertad religiosa, reconociendo la aportación positiva y
constructiva que ésta comporta para la edificación de la sociedad
civil”.
Mientras en varios países el nacionalismo, la intolerancia y el miedo
a la diversidad crean consenso político y recaudo de votos, el
Pontífice invitó a quien gobierna de “evitar que se den las condiciones
favorables para la propagación de los fundamentalismos”.
“Eso requiere – prosiguió – adecuadas políticas sociales que combatan la pobreza, y que requieren de una sincera valorización de la familia, como lugar privilegiado de la maduración humana, y de abundantes esfuerzos en el ámbito educativo y cultural”.
En este sentido, aplaudió la iniciativa del Consejo de Europa sobre
la dimensión religiosa del diálogo intercultural, que el año pasado se
ha centrado en el papel de la educación en la prevención de la
radicalización, que conduce al terrorismo y al extremismo violento.
Francisco insistió que en una “sociedad multicultural”, la autoridad
política no sólo debe garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos,
sino que también está llamada a ser verdadera promotora y constructora
de paz”.
Precisamente al principio de la pacificación social, Francisco ha dedicado el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2017, titulado: «La no violencia: un estilo de política para la paz”. Ahí, recuerda sobre todo “cómo la no violencia es un estilo político basado en la primacía del derecho y de la dignidad de toda persona”.
“En esa línea, manifiesto la viva convicción de que toda expresión
religiosa está llamada a promover la paz”. Lo dijo el Papa que participó
este año a varios inicitivas por la paz relacionadas con la religion y
el encuentro con otros lideres espirituales.
En este sentido, el encuentro con los líderes religiosos en la Jornada Mundial de Oración por la Paz,
que se celebró en Asís el pasado mes de septiembre, durante la cual los
representantes de las diversas religiones se han reunido para “dar voz a
los que sufren, a los que no tienen voz y no son escuchados, así como
en su visita al Templo Mayor de Roma o a la Mezquita de Bakú.
“Sabemos que se ha cometido violencia por razones religiosas, comenzando precisamente por Europa,
donde las divisiones históricas entre cristianos han durado mucho
tiempo”, dijo al mismo tiempo que recordó su reciente viaje a Suecia,
donde exhortó a sanar “las heridas del pasado y de caminar juntos hacia
metas comunes”.
“Es un dialogo posible y necesario, como he tratado de atestiguar en
el encuentro que he tenido en Cuba con el Patriarca Cirilo de Moscú, así
como en los viajes apostólicos a Armenia, Georgia y Azerbaiyán, donde
he percibido la aspiración de aquellos pueblos a solucionar los
conflictos que desde hace años perjudican la concordia y la paz”,
añadió.
La religión para la construcción del bien común
Al mismo tiempo, instó a no olvidar las muchas iniciativas,
inspiradas en la religión, que contribuyen, incluso a menudo con el
sacrificio de los mártires, a la construcción del bien común por medio
de la educación y la asistencia, sobre todo en las regiones más
desfavorecidas y en las zonas de conflicto.
“Tales obras contribuyen a la paz y dan testimonio concreto de que,
cuando se coloca en el centro de la propia actividad la dignidad de la
persona humana, es posible vivir y trabajar juntos, a pesar de
pertenecer a pueblos, culturas y tradiciones diferentes”.
Francisco se mostró consciente de que todavía hoy, la religión puede “ser utilizada a veces como pretexto para cerrazones, marginaciones y violencias”.
Gestos viles del terrorismo
Específicamente, condenó los “gestos viles” como el uso de “niños
para asesinar, como en Nigeria; o los que “toman como objetivo a quien
reza, como en la Catedral copta de El Cairo, a quien viaja o trabaja,
como en Bruselas, a quien pasea por las calles de la ciudad, como en
Niza o en Berlín, o sencillamente celebra la llegada del año nuevo, como
en Estambul”.
Se trata de una locura homicida que usa el nombre de Dios para
sembrar muerte, intentando afirmar una voluntad de dominio y de poder.
Hago por tanto un llamamiento a todas las autoridades religiosas para
que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre de
Dios. El terrorismo fundamentalista es fruto de una grave miseria
espiritual, vinculada también a menudo a una considerable pobreza
social”.
En un contexto general, cuando se cumplirá este año 100 años de la I Guerra Mundial,
las personas aún hoy se sienten abrumadas “por las imágenes de muerte,
por el dolor de los inocentes que imploran ayuda y consuelo, por el
luto del que llora un ser querido a causa del odio y de la violencia,
por el drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los
emigrantes que perecen trágicamente”, indicó.
Por ello, indujo a que la no violencia sea un estilo para la política de la paz.
La bomba atómica y la península coreana
Igualmente, manifestó que se requiere mayores esfuerzos para “erradicar el despreciable tráfico de armas y la continua carrera para producir y distribuir armas cada vez más sofisticadas”.
Entretanto, declaró su “gran desconcierto” por “las pruebas llevadas a
cabo en la Península coreana, que desestabilizan a la región y plantean
a la comunidad internacional unos inquietantes interrogantes acerca del
riesgo de una nueva carrera de armamentos nucleares”.
Francisco, como san Juan XXIII en la Pacem in terris
pidió que “cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro,
las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se
prohíban las armas atómicas”
Mercado de las armas
También por lo que respecta a las armas convencionales, señaló que
“la facilidad con la que a menudo se puede acceder al mercado de las
armas, incluso las de pequeño calibre, además de agravar la situación en
las diversas zonas de conflicto, produce una sensación muy extendida y
generalizada de inseguridad y temor”.
Ideología
En este clima de incertidumbre social, Bergoglio también denuncia el florecer de la ideología, “que se sirve de los problemas sociales para fomentar el desprecio y el odio”.
Ideología que pone al “al otro como un enemigo que hay que destruir” y “es enemiga de la paz”.
“Desafortunadamente, nuevas formas de ideología aparecen constantemente en el horizonte de la humanidad.
Haciéndose pasar por portadoras de beneficios para el pueblo, dejan en
cambio detrás de sí pobreza, divisiones, tensiones sociales, sufrimiento
y con frecuencia incluso la muerte”, abundó.
La misericordia y la solidaridad mueven el compromiso diplomático de la Santa Sede y la Iglesia, destacó.
“La paz, sin embargo, se conquista con la solidaridad. De ella brota
la voluntad de diálogo y de colaboración, del que la diplomacia es un
instrumento fundamental”, añadió.
Colombia y Venezuela
Bergoglio asimismo miró con esperanza los esfuerzos realizados en los
últimos dos años para un nuevo acercamiento “entre Cuba y los Estados
Unidos”.
También citó “el esfuerzo llevado a cabo con tenacidad, a pesar de
las dificultades, para terminar con años de conflicto en Colombia”.
“Caminos de diálogo” y “gestos valientes” también son “urgentes en la
vecina Venezuela”, donde “las consecuencias de la crisis política,
social y económica, están pesando desde hace tiempo sobre la población
civil”.
Finalmente, destacó ante los embajadores que “la
paz es un don, un desafío y un compromiso. Un don porque brota del
corazón de Dios;un desafío, porque es un bien que no se da nunca por
descontado y debe ser conquistado continuamente;un compromiso, ya que
requiere el trabajo apasionado de toda persona de buena voluntad para
buscarla y construirla”.
El Pontífice espera para este nuevo año que crezcan las oportunidades
para trabajar junto a los 182 estados que mantienen relaciones
diplomáticas con la Santa Sede para “poner fin a los conflictos abiertos
y para dar apoyo y esperanza a las poblaciones que sufren”.
Texto completo:
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
Excelencias, estimados Embajadores, Señoras y Señores:
Les doy la bienvenida y les agradezco su presencia tan numerosa y
fiel a esta cita tradicional, que nos permite manifestar recíprocamente
el deseo de que el año apenas iniciado sea para todos un tiempo de
alegría, de prosperidad y de paz. Me dirijo con un sentimiento de
especial reconocimiento al Decano del Cuerpo Diplomático, el
Excelentísimo Señor Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira,
Embajador de Angola, por las deferentes palabras que me ha dirigido en
nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que
ha aumentado recientemente con el establecimiento de las relaciones
diplomáticas con la República Islámica de Mauritania, hace apenas un
mes. Deseo igualmente agradecer a los numerosos Embajadores residentes
en la Urbe, cuyo número ha aumentado a lo largo del último año, así como
a los Embajadores no residentes, que con su presencia en el día de hoy
pretenden subrayar los vínculos de amistad que unen a sus pueblos con la
Santa Sede. Igualmente, quiero dirigir de modo especial un mensaje de
pésame al Embajador de Malasia, recordando a su predecesor, Dato’ Mohd
Zulkephli Bin Mohd Noor, fallecido el pasado mes de febrero.
Durante el año transcurrido, las relaciones entre sus Países y la
Santa Sede han tenido ocasión de profundizarse aún más gracias a las
cordiales visitas de numerosos Jefes de Estado y de Gobierno, a veces en
concomitancia con los diversos encuentros que han marcado el Jubileo
Extraordinario de la Misericordia, recientemente concluido. Han sido
también varios los Acuerdos bilaterales firmados o ratificados, unos de
carácter general, dirigidos a reconocer el estatuto jurídico de la
Iglesia con la República Democrática del Congo, la República
Centroafricana, Benín y con Timor Oriental; otros de carácter más
específico, como el Avenant firmado con Francia, o la Convención en
materia fiscal con la República Italiana, que ha entrado recientemente
en vigor, a los que hay que añadir el Memorandum de Acuerdo entre la
Secretaría de Estado y el Gobierno de los Emiratos Árabes Unidos.
Además, en línea con el compromiso de la Santa Sede de cumplir con las
obligaciones asumidas en los acuerdos subscritos, se ha dado también la
plena actuación al Comprehensive Agreement con el Estado de Palestina,
que entró en vigor hace un año.
Estimados Embajadores.
Hace un siglo, el mundo se encontraba en medio del primer conflicto mundial. Una inútil matanza,[1]
en la que las nuevas técnicas de combate sembraban muerte y causaban
enormes sufrimientos a una población civil inerme. En 1917, el rostro
del conflicto cambió profundamente, adquiriendo una fisonomía cada vez
más mundial mientras surgían en el horizonte aquellos regímenes
totalitarios que durante mucho tiempo fueron causa de lacerantes
divisiones. Cien años después, muchas zonas del mundo pueden decir que
se han beneficiado de prolongados períodos de paz, que han favorecido
unas oportunidades de desarrollo económico y formas de bienestar sin
precedentes. Si hoy para muchos la paz les parece de alguna manera un
bien que se da por descontado, casi un derecho adquirido al que no se le
presta demasiada atención, para demasiadas personas esa paz es todavía
una simple ilusión lejana. Millones de personas viven hoy en medio de
conflictos insensatos. Incluso en aquellos lugares que en otro tiempo se
consideraban seguros se advierte un sentimiento general de miedo. Con
frecuencia nos sentimos abrumados por las imágenes de muerte, por el
dolor de los inocentes que imploran ayuda y consuelo, por el luto del
que llora un ser querido a causa del odio y de la violencia, por el
drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los emigrantes que
perecen trágicamente.
Por eso quisiera dedicar el encuentro de hoy al tema de la seguridad y de la paz,
porque en el clima general de preocupación por el presente y de
incertidumbre y angustia por el futuro, en el que nos encontramos
inmersos, considero importante dirigir una palabra de esperanza, que nos
señale también un posible camino para recorrer.
Hace tan sólo unos días hemos celebrado la 50 Jornada Mundial de la
Paz, instituida por mi predecesor el beato Pablo VI, «como presagio y
como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino
de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico
equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura».[2]
Para los cristianos, la paz es un don del Señor, aclamada y cantada por
los ángeles en el momento del nacimiento de Cristo: «Gloria a Dios en
el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14).
Es un bien positivo, «el fruto del orden asignado a la sociedad humana»[3] por Dios y «no es la mera ausencia de la guerra».[4] No se «reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias»,[5] sino que más bien exige el compromiso de personas de buena voluntad «sedientos de una justicia más perfecta».[6]
En esa línea, manifiesto la viva convicción de que toda expresión
religiosa está llamada a promover la paz. Lo he podido experimentar de
manera significativa en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, que se
celebró en Asís el pasado mes de septiembre, durante la cual los
representantes de las diversas religiones se han encontrado para «dar
voz a los que sufren, a los que no tienen voz y no son escuchados»,[7] así como en mi visita al Templo Mayor de Roma o a la Mezquita de Bakú.
Sabemos que se ha cometido violencia por razones religiosas,
comenzando precisamente por Europa, donde las divisiones históricas
entre cristianos han durado mucho tiempo. En mi reciente viaje a Suecia,
quise recordar que tenemos una urgente necesidad de sanar las heridas
del pasado y de caminar juntos hacia metas comunes. En la base de ese
camino ha de estar el diálogo auténtico entre las diversas confesiones
religiosas. Es un dialogo posible y necesario, como he tratado de
atestiguar en el encuentro que he tenido en Cuba con el Patriarca Cirilo
de Moscú, así como en los viajes apostólicos a Armenia, Georgia y
Azerbaiyán, donde he percibido la aspiración de aquellos pueblos a
solucionar los conflictos que desde hace años perjudican la concordia y
la paz.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar las muchas iniciativas,
inspiradas en la religión, que contribuyen, incluso a menudo con el
sacrificio de los mártires, a la construcción del bien común por medio
de la educación y la asistencia, sobre todo en las regiones más
desfavorecidas y en las zonas de conflicto. Tales obras contribuyen a la
paz y dan testimonio concreto de que, cuando se coloca en el centro de
la propia actividad la dignidad de la persona humana, es posible vivir y
trabajar juntos, a pesar de pertenecer a pueblos, culturas y
tradiciones diferentes.
Desgraciadamente, somos conscientes de que todavía hoy, la
experiencia religiosa, en lugar de abrirnos a los demás, puede ser
utilizada a veces como pretexto para cerrazones, marginaciones y
violencias. Me refiero en particular al terrorismo de matriz
fundamentalista, que en el año pasado ha segado la vida de numerosas
víctimas en todo el mundo: en Afganistán, Bangladesh, Bélgica, Burkina
Faso, Egipto, Francia, Alemania, Jordania, Irak, Nigeria, Pakistán,
Estados Unidos de América, Túnez y Turquía. Son gestos viles, que usan a
los niños para asesinar, como en Nigeria; toman como objetivo a quien
reza, como en la Catedral copta de El Cairo, a quien viaja o trabaja,
como en Bruselas, a quien pasea por las calles de la ciudad, como en
Niza o en Berlín, o sencillamente celebra la llegada del año nuevo, como
en Estambul.
Se trata de una locura homicida que usa el nombre de Dios para
sembrar muerte, intentando afirmar una voluntad de dominio y de poder.
Hago por tanto un llamamiento a todas las autoridades religiosas para
que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre de
Dios. El terrorismo fundamentalista es fruto de una grave miseria
espiritual, vinculada también a menudo a una considerable pobreza
social. Sólo podrá ser plenamente vencido con la acción común de los
líderes religiosos y políticos. A los primeros les corresponde la tarea
de transmitir aquellos valores religiosos que no admiten una
contraposición entre el temor de Dios y el amor por el prójimo. A los
segundos les corresponde garantizar en el espacio público el derecho a
la libertad religiosa, reconociendo la aportación positiva y
constructiva que ésta comporta para la edificación de la sociedad civil,
en donde la pertenencia social, sancionada por el principio de
ciudadanía, y la dimensión espiritual de la vida no pueden ser
concebidas como contrarias. A quien gobierna le corresponde, además, la
responsabilidad de evitar que se den las condiciones favorables para la
propagación de los fundamentalismos. Eso requiere adecuadas políticas
sociales que combatan la pobreza, y que requieren de una sincera
valorización de la familia, como lugar privilegiado de la maduración
humana, y de abundantes esfuerzos en el ámbito educativo y cultural.
En este sentido, acojo con interés la iniciativa del Consejo de
Europa sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural, que el
año pasado se ha centrado en el papel de la educación en la prevención
de la radicalización, que conduce al terrorismo y al extremismo
violento. Se trata de una oportunidad para profundizar en el papel que
tiene el fenómeno religioso y la educación en la pacificación real del
tejido social, necesaria para la convivencia en una sociedad
multicultural.
A este respecto, deseo expresar la convicción de que la autoridad
política no sólo debe garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos
―concepto que puede ser fácilmente reducido al de un simple «vivir
tranquilo»―, sino que también está llamada a ser verdadera promotora y
constructora de paz. La paz es una «virtud activa», que requiere el
compromiso y la cooperación de cada persona y de todo el cuerpo social
en su conjunto. Como advertía el Concilio Vaticano II, «la paz jamás es
una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer»,[8]
salvaguardando el bien de las personas y respetando su dignidad.
Construirla requiere en primer lugar renunciar a la violencia en la
reivindicación de los propios derechos.[9] Precisamente a
este principio he dedicado el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
de 2017, titulado: «La no violencia: un estilo de política para la paz»,
para recordar sobre todo cómo la no violencia es un estilo político
basado en la primacía del derecho y de la dignidad de toda persona.
Construir la paz requiere también que «se desarraiguen las causas de
discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras»,[10] empezando por las injusticias. Existe, de hecho, una íntima relación entre la justicia y la paz.[11]
«Pero, ―observaba san Juan Pablo II― puesto que la justicia humana es
siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los
egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y en cierto modo
completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en
profundidad las relaciones humanas truncadas (…). El perdón en modo
alguno se contrapone a la justicia, [sino] tiende más bien a esa
plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden y que
(…) pretende una profunda recuperación de las heridas abiertas en las
almas. Para esta recuperación, son esenciales ambos, la justicia y el
perdón».[12] Estas palabras, hoy más actuales que
nunca, se han encontrado con la disponibilidad de algunos Jefes de
Estado o de Gobierno para acoger mi invitación a tener un gesto de
clemencia a favor de los encarcelados. A ellos, como también a quienes
trabajan para crear condiciones de vida digna para los detenidos y
favorecer su reinserción en la sociedad, deseo expresarles mi especial
reconocimiento y gratitud.
Estoy convencido de que para muchos el Jubileo extraordinario de la
Misericordia ha sido una ocasión particularmente propicia para descubrir
también la «incidencia importante y positiva de la misericordia como
valor social».[13] Cada uno puede contribuir a dar
vida a «una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento
del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro
con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los
hermanos».[14] Sólo así se podrán construir sociedades
abiertas y hospitalarias para los extranjeros y, al mismo tiempo,
seguras y pacíficas internamente. Esto es aún más necesario hoy en día
en que siguen aumentando, en diferentes partes del mundo, los grandes
flujos migratorios. Pienso sobre todo en los numerosos refugiados y
desplazados en algunas zonas de África, en el Sudeste asiático y en
aquellos que huyen de las zonas de conflicto en Oriente Medio.
El año pasado, la comunidad internacional se vio interpelada por dos
importantes eventos convocados por las Naciones Unidas: la primera
Cumbre Humanitaria Mundial y la Cumbre sobre los grandes Desplazamientos
de Refugiados y Migrantes. Es necesario un compromiso común en favor de
los inmigrantes, los refugiados y los desplazados, que haga posible el
darles una acogida digna. Esto implica saber conjugar el derecho de
«cada hombre (…) a emigrar a otros países y fijar allí su domicilio»[15]
y, al mismo tiempo, garantizar la posibilidad de una integración de los
inmigrantes en los tejidos sociales en los que se insertan, sin que
éstos sientan amenazada su seguridad, su identidad cultural y sus
propios equilibrios políticos y sociales. Por otra parte, los mismos
inmigrantes no deben olvidar que tienen el deber de respetar las leyes,
la cultura y las tradiciones de los países que los acogen.
Un enfoque prudente de parte de las autoridades públicas no comporta
la aplicación de políticas de clausura hacia los inmigrantes, sino que
implica evaluar, con sabiduría y altura de miras, hasta qué punto su
país es capaz, sin provocar daños al bien común de sus ciudadanos, de
proporcionar a los inmigrantes una vida digna, especialmente a quienes
tienen verdadera necesidad de protección. No se puede de ningún modo
reducir la actual crisis dramática a un simple recuento numérico. Los
inmigrantes son personas con nombres, historias y familias, y no podrá
haber nunca verdadera paz mientras quede un solo ser humano al que se le
vulnere la propia identidad personal y se le reduzca a una mera cifra
estadística o a objeto de interés económico.
El problema de la inmigración es un tema que no puede dejar
indiferentes a algunos países mientras que otros sobrellevan, a menudo
con un esfuerzo considerable y graves dificultades, el compromiso
humanitario de hacer frente a una emergencia que no parece tener fin.
Todos deberían sentirse constructores y corresponsables del bien común
internacional, incluso a través de gestos concretos de humanidad, que
son requisitos fundamentales para la paz y el desarrollo que naciones
enteras y millones de personas siguen aún esperando. Por eso, estoy
agradecido a todos los países que acogen generosamente a los
necesitados, comenzando por algunas naciones europeas, especialmente
Italia, Alemania, Grecia y Suecia.
Me quedará grabado para siempre el viaje que hice a la isla de
Lesbos, junto a mis hermanos el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo
Jerónimo, donde vi y toqué con la mano la dramática situación de los
campos de refugiados, así como la humanidad y el espíritu de servicio de
muchas personas comprometidas en su asistencia. Tampoco se debe olvidar
la hospitalidad ofrecida por otros países europeos y de Oriente Medio,
como Líbano, Jordania y Turquía, así como el compromiso de diferentes
países de África y Asia. También en mi viaje a México, donde pude
experimentar la alegría del pueblo mexicano, me sentí cerca de los miles
de inmigrantes centroamericanos que sufren terribles injusticias y
peligros en su intento de alcanzar un futuro mejor, y que son víctimas
de extorsión y objeto de ese despreciable comercio ―horrible forma de
esclavitud moderna― que es la trata de personas.
Enemiga de la paz es una «visión reductiva» del hombre, que abre el
camino a la propagación de la iniquidad, las desigualdades sociales y la
corrupción. Justo con relación a este último fenómeno, la Santa Sede ha
asumido nuevos compromisos, depositando formalmente, el 19 de
septiembre, el instrumento de adhesión a la Convención de las Naciones
Unidas contra la Corrupción, aprobada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas el 31 de octubre de 2003.
En la encíclica Populorum Progressio, que este año celebra su
cincuenta aniversario, el beato Pablo VI recordó cómo estas
desigualdades provocan discordias. «El camino de la paz pasa por el
desarrollo»[16] que las autoridades públicas tienen la
obligación de estimular y fomentar, creando las condiciones para una
distribución más equitativa de los recursos e incentivando oportunidades
de trabajo, sobre todo para los más jóvenes. En el mundo hay todavía
muchas personas, especialmente niños, que aún sufren por causa de una
pobreza endémica y viven en situaciones de inseguridad alimentaria –más
bien, de hambre― mientras que los recursos naturales son objeto de la
ávida explotación de unos pocos, desperdiciándose cada día enormes
cantidades de alimentos.
Los niños y los jóvenes son el futuro, se trabaja y se construye para
ellos. No podemos descuidarlos y olvidarlos egoístamente. Por esta
razón, como he advertido recientemente en una carta enviada a todos los
obispos, considero prioritaria la defensa de los niños, cuya inocencia
ha sido frecuentemente rota bajo el peso de la explotación, del trabajo
clandestino y esclavo, de la prostitución o de los abusos de los
adultos, de los pandilleros y de los mercaderes de muerte.[17]
Durante mi viaje a Polonia, con ocasión de la Jornada Mundial de la
Juventud, me encontré con miles de jóvenes llenos de entusiasmo y ganas
de vivir. He visto, en cambio, el dolor y el sufrimiento de muchos
otros. Pienso en los chicos y chicas que sufren las consecuencias del
terrible conflicto en Siria, privados de la alegría de la infancia y de
la juventud: desde la posibilidad de jugar libremente a la oportunidad
de ir a la escuela. A ellos, y a todo el querido pueblo sirio, dirijo
constantemente mi pensamiento, a la vez que hago un llamamiento a la comunidad internacional
para que trabaje con diligencia para poner en marcha una seria
negociación, que ponga definitivamente fin a un conflicto que está
provocando un verdadero desastre humanitario. Cada una de las partes
implicadas ha de tener como prioridad el respeto del derecho humanitario
internacional, asegurando la protección de la población civil y la
necesaria ayuda humanitaria. El deseo común es que la tregua que se ha firmado recientemente sea para todo el pueblo sirio un signo de la esperanza que tanto necesita.
Esto requiere también que se hagan esfuerzos para erradicar el
despreciable tráfico de armas y la continua carrera para producir y
distribuir armas cada vez más sofisticadas. Causan un gran desconcierto
las pruebas llevadas a cabo en la Península coreana, que desestabilizan a
la región y plantean a la comunidad internacional unos inquietantes
interrogantes acerca del riesgo de una nueva carrera de armamentos
nucleares. Siguen siendo actuales las palabras de san Juan XXIII en la
Pacem in terris cuando afirmaba que «la recta razón y el sentido de la
dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de
armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los
reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas».[18]
En tal sentido, y también en vista de la próxima Conferencia de
Desarme, la Santa Sede trabaja por promover una ética de la paz y de la
seguridad que supere a la del miedo y de la «cerrazón» que condiciona el
debate sobre las armas nucleares.
También por lo que respecta a las armas convencionales, hay que
señalar que la facilidad con la que a menudo se puede acceder al mercado
de las armas, incluso las de pequeño calibre, además de agravar la
situación en las diversas zonas de conflicto, produce una sensación muy
extendida y generalizada de inseguridad y temor, que es más peligrosa en
los momentos de incertidumbre social y de profunda transformación como
el que vivimos.
La ideología, que se sirve de los problemas sociales para fomentar el
desprecio y el odio y ve al otro como un enemigo que hay que destruir,
es enemiga de la paz. Desafortunadamente, nuevas formas de ideología
aparecen constantemente en el horizonte de la humanidad. Haciéndose
pasar por portadoras de beneficios para el pueblo, dejan en cambio
detrás de sí pobreza, divisiones, tensiones sociales, sufrimiento y con
frecuencia incluso la muerte. La paz, sin embargo, se conquista con la
solidaridad. De ella brota la voluntad de diálogo y de colaboración, del
que la diplomacia es un instrumento fundamental. La misericordia y la
solidaridad es lo que mueve a la Santa Sede y a la Iglesia Católica en
su compromiso decidido por solucionar los conflictos o seguir los
procesos de paz, de reconciliación y la búsqueda de soluciones
negociadas a los mismos. Llena de esperanza ver que algunos de los
intentos realizados se deben a la buena voluntad de tantas personas
diferentes que se empeñan de modo activo y eficaz en favor de la paz.
Pienso en los esfuerzos realizados en los últimos dos años para un nuevo
acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos. También pienso en el
esfuerzo llevado a cabo con tenacidad, a pesar de las dificultades, para
terminar con años de conflicto en Colombia.
Este planteamiento busca fomentar la confianza mutua, mantener
caminos de diálogo y hacer hincapié en la necesidad de gestos valientes,
que son muy urgentes también en la vecina Venezuela, donde las
consecuencias de la crisis política, social y económica, están pesando
desde hace tiempo sobre la población civil; o en otras partes del mundo,
empezando por Oriente Medio, no sólo para poner fin al conflicto sirio,
sino también para promover una sociedad plenamente reconciliada en Irak
y en Yemen. La Santa Sede renueva también su urgente llamamiento para
que se reanude el diálogo entre israelíes y palestinos, para que se
alcance una solución estable y duradera que garantice la convivencia
pacífica de dos Estados dentro de fronteras reconocidas
internacionalmente. Ningún conflicto ha de convertirse en un hábito del
que parece que nadie se puede librar. Israelíes y palestinos necesitan
la paz. Todo el Oriente Medio necesita con urgencia la paz.
También espero que se cumplan plenamente los acuerdos destinados a
restablecer la paz en Libia, donde es más urgente que nunca sanar las
divisiones de los últimos años. Del mismo modo, animo todos los
esfuerzos que en ámbito local e internacional estén destinados a
restaurar la convivencia civil en Sudán y en Sudán del Sur, en la
República Centroafricana, atormentados por continuos enfrentamientos
armados, masacres y devastaciones, así como en otras naciones del
Continente marcadas por tensiones e inestabilidad política y social. En
particular, espero que el reciente acuerdo firmado en la República
Democrática del Congo contribuya a hacer que los que tienen
responsabilidades políticas se esfuercen diligentemente para promover la
reconciliación y el diálogo entre todos los miembros de la sociedad
civil. Mi pensamiento se dirige también a Myanmar, de modo que se
promueva una convivencia pacífica y, con la ayuda de la comunidad
internacional, no se deje de atender a aquellos que están en grave y
urgente necesidad.
También en Europa, donde no faltan las tensiones, la disponibilidad
al diálogo es la única manera de garantizar la seguridad y el desarrollo
del Continente. Por tanto, celebro las iniciativas destinadas a
promover el proceso de reunificación de Chipre, que hoy precisamente ve
una reanudación de las negociaciones, mientras espero que en Ucrania se
sigan buscando con determinación soluciones viables para la plena
aplicación de los compromisos asumidos por las partes y, sobre todo,
para que se le dé una pronta respuesta a una situación humanitaria que
sigue siendo grave.
Toda Europa está atravesando un momento decisivo de su historia, en
el que está llamada a redescubrir su propia identidad. Para ello es
necesario volver a descubrir sus raíces con el fin de plasmar su propio
futuro. Frente a las fuerzas disgregadoras, es más urgente que nunca
actualizar la «idea de Europa» para dar a luz un nuevo humanismo basado
en la capacidad de integrar, de dialogar y de generar,[19]
que han hecho grande al así llamado Viejo Continente. El proceso de
unificación europea, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial,
ha sido y sigue siendo una oportunidad única para la estabilidad, la paz
y la solidaridad entre los pueblos. Aquí sólo puedo reiterar el interés
y la preocupación de la Santa Sede por Europa y su futuro, consciente
de que los valores que han animado y fundado este proyecto, del que este
año se cumple el sexagésimo aniversario, son comunes a todo el
Continente y se extienden más allá de la misma Unión Europea.
Excelencias, señoras y señores.
Construir la paz significa también trabajar activamente para el
cuidado de la Creación. El Acuerdo de París sobre el clima, que ha
entrado recientemente en vigor, es un signo importante de nuestro
compromiso común por dejar a los que vengan después de nosotros un mundo
hermoso y habitable. Espero que los esfuerzos realizados en los últimos
tiempos para abordar el cambio climático cuenten con una cooperación
más amplia por parte de todos, ya que la Tierra es nuestra casa común, y
es necesario tener en cuenta que las decisiones de cada uno repercuten
sobre la vida de todos.
Sin embargo, es evidente también que hay fenómenos que sobrepasan la
capacidad de la acción humana. Me refiero a los numerosos terremotos que
han golpeado a algunas regiones del mundo. Pienso sobre todo en los que
se produjeron en Ecuador, Italia e Indonesia, que han provocado
numerosas muertes y donde todavía muchas personas viven en condiciones
muy precarias. Pude visitar personalmente algunas zonas afectadas por el
terremoto en el centro de Italia, donde he comprobado las heridas que
el terremoto ha causado en una tierra rica en arte y cultura, he podido
compartir el dolor de tanta gente, junto con su valor y determinación
para reconstruir todo lo que se ha destruido. Espero que la solidaridad
que ha unido al querido pueblo italiano en las horas siguientes al
terremoto, siga animando a toda la Nación, especialmente en estos
delicados momentos de su historia. La Santa Sede e Italia están
particularmente ligadas por obvias razones históricas, culturales y
geográficas. Ese vínculo se ha apreciado con claridad en el año jubilar y
agradezco a todas las Autoridades italianas por su ayuda en la
organización de este evento, también para garantizar la seguridad de los
peregrinos que llegaron de todo el mundo.
Estimados Embajadores.
La paz es un don, un desafío y un compromiso. Un don porque brota del
corazón de Dios; un desafío, porque es un bien que no se da nunca por
descontado y debe ser conquistado continuamente; un compromiso, ya que
requiere el trabajo apasionado de toda persona de buena voluntad para
buscarla y construirla. No existe, por tanto, la verdadera paz si no se
parte de una visión del hombre que sepa promover su desarrollo integral,
teniendo en cuenta su dignidad trascendente, ya que «el desarrollo es
el nuevo nombre de la paz»,[20] como recordaba el beato Pablo
VI. Por tanto, este es mi deseo para el próximo año: que crezcan en
nuestros países y sus pueblos las oportunidades para trabajar juntos y
construir una paz verdadera. Por su parte, la Santa Sede, y en
particular la Secretaría de Estado, estarán siempre dispuestas a
cooperar con todos los que trabajan para poner fin a los conflictos
abiertos y para dar apoyo y esperanza a las poblaciones que sufren.
En la liturgia pronunciamos el saludo «la paz esté con vosotros». Con
esta expresión, prenda de abundantes bendiciones divinas, les renuevo a
ustedes, distinguidos miembros del cuerpo diplomático, a sus familias, a
los países que representan, mis mejores deseos para el Año Nuevo.
Gracias.
[1] Benedicto XV, Carta a los jefes de los pueblos beligerantes, 1 agosto 1917: AAS IX (1917), 423.
[2] Pablo VI, Mensaje para la celebración de la I Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 1968.
[3] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (GS), 7 diciembre 1965, 78.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Discurso en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, Asís, 20 septiembre 2016.
[8] GS, 78.
[9] Cf. Ibíd.
[10] Ibíd., 83.
[11] Cf. Sal 85, 11 e Is 32, 17.
[12] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de la Paz:
No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón,1 enero 2002.
[13] Carta apostólica Misericordia et misera, 20 noviembre 2016, 18.
[14] Ibíd., 20.
[15] Juan XXIII, Carta encíclica Pacem in terris, 11 abril 1963, 25.
[16] Pablo VI, Carta Encíclica Populorum Progressio, 26 marzo 1967, 83.
[17] Cf. Carta a los Obispos en la fiesta de los Santos Inocentes, 28 diciembre 2016.
[18] N. 112.
[19] Cf. Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno, 6 mayo 2016.
[20] Pablo VI, Populorum Progressio, 87.
Ary Waldir Ramos Díaz
Aleteia