“El agradecimiento a Dios y a tantas personas de las que me reconozco deudor es como el aroma que impregna la memoria de este largo tiempo”
“El sacerdote en cuanto siervo de Dios, de Jesucristo y de la Iglesia, cumpliendo su misión sirve también a la humanidad.”

A las 12 del mediodía comenzaba el sábado 18 de febrero en la Santa Iglesia Catedral de Valladolid la Eucaristía de Acción de Gracias por los 50 años de vida sacerdotal del cardenal Ricardo Blázquez, que fue ordenado presbítero en Ávila en 1967.
Después del saludo inicial, Fco. Javier Mínguez —secretario-canciller de la diócesis de Valladolid— dio lectura a la felicitación enviada por el Papa Francisco desde El Vaticano.
Las lecturas fueron especialmente elegidas por don Ricardo: la primera, hacía referencia a la recomendación de san Pablo a los presbíteros “Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad” (2 Tim, 1. 6-14); El Evangelio fue el de la Última Cena según san Lucas, y la recomendación de Cristo a su discípulos “el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor” (Lc 22, 19-20. 24-27).

En su homilía, el arzobispo de Valladolid reconoció que “cuando miro hacia atrás, a los cincuenta años transcurridos desde la ordenación sacerdotal, que es un acontecimiento decisivo de mi vida, se me impone como tónica dominante la gratitud. Con la purificación de la memoria otros sentimientos han sido silenciados y excluidos. El agradecimiento a Dios y a tantas personas de las que me reconozco deudor es como el aroma que impregna la memoria de este largo tiempo”.

Antes de concluir la Eucaristía, el obispo auxiliar de la diócesis, Mons. Luis J. Argüello, hizo entrega a don Ricardo, en nombre de toda la diócesis, de un regalo muy representativo de la espiritualidad de la Iglesia de valladolid: una replica a escala del Sagrado Corazón de Jesús que se encuentra en el retablo mayor de la Basílica Nacional de La Gran Promesa.

Cientos de fieles quisieron acompañar al cardenal Blázquez en la celebración de sus Bodas de Oro sacerdotales. También le acompañaron más de 150 sacedotes; los 9 diáconos permanentes; los alumnos del seminario diocesano (mayor y menor); Mons. Luis J. Argüello, obispo auxiliar de Valladolid; y José Mª Gil, Secretario General de la Conferencia Episcopal Española.

Además, el Cardenal arzobispo de Valladolid contó con la compañía de una gran parte de su familia —hermanos y sobrinos—y del alcalde de su pueblo natal, Villanueva del Campillo.

Homilía del cardenal Blázquez
Queridos obispo auxiliar, presbíteros, diáconos, consagrados de vida contemplativa y apostólica, laicos, os saludo con afecto y gratitud. ¡Gracias por vuestra presencia, cordialidad y felicitación! Me permito tomar unas palabras de San Pablo para expresaros el reconocimiento de vuestra fe, amor y esperanza: “Sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor (1 Tes, 1, 3).

Nos hemos reunido para celebrar como Iglesia diocesana los cincuenta años de mi ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en Ávila el día 18 de febrero de 1967. Agradezco la iniciativa de convocar esta celebración y las numerosas manifestaciones de cercanía y afecto. Quiero ver en nuestra concordia de familia en la fe y el “amor como un himno a Jesucristo” (cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Ephes. IV). Desde hace casi siete años compartimos trabajos pastorales, satisfacciones e incertidumbres; movido por el reconocimiento compartido saludo a niños y jóvenes, enfermos y ancianos, a las familias, a ciudadanos y autoridades.

1. La primera lectura que ha sido proclamada (2 Tim. 1, 6-12) une tres momentos de la vida del apóstol Pablo y de su discípulo Timoteo. Hace memoria de un acontecimiento que lo marcó decisivamente para siempre, haciéndolo heraldo, apóstol y maestro del Evangelio; la misión confiada debe ser cumplida valientemente, encarnando en la propia existencia el gozo y la cruz del Señor, puesta la esperanza en Dios que es fiel hasta el último día (cf. 1 Ped. 1 3-9). La comunión con los padecimientos de Cristo nos garantiza la resurrección (cf. Fil.3,11).

El apóstol me hace hoy esta recomendación: Reaviva el carisma que recibiste por la imposición de manos del obispo (cf. 1Tim.1, 18; 4,14; 5, 22; 2Tim.1,6; Act 6, 6; 13, 3). En mi caso fue don Santos Moro Briz, obispo respetado y querido, que con su conducta santa avaló el nombre recibido en el bautismo; ejerció en Ávila el ministerio episcopal desde el año 1935 hasta 1968, en el que le fue aceptada por el Papa Pablo VI la renuncia presentada según la norma ya vigente. Los presbíteros imponen también las manos a los que están siendo incorporados al mismo presbiterio, que es una fraternidad de servidores del Evangelio, de los Sacramentos y de la Caridad, presidido por el obispo.

Por la imposición de las manos y la plegaria de ordenación hemos recibido el don permanente que debe ser despertado diariamente del posible sopor por la animación del Espíritu Santo. ¡Qué los dones otorgados por el Señor sean reavivados en nosotros para cumplir las tareas correspondientes!.

El recuerdo espiritual del carisma recibido en la ordenación debe ser un estímulo para mantener la fidelidad apostólica, para no replegarnos en el silencio vergonzante, para vencer los miedos o halagos que tienden a recortar la libertad en el testimonio del Evangelio.

“Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido” (1 Ped. 4, 10). Los carismas no son adorno personal sino capacitación concedida por Dios para colaborar en la edificación de la comunidad. Pedid para que no descuide el ministerio que se me ha encomendado, y lo ponga enteramente, sin reservas, a vuestro servicio.

San Agustín recuerda que a San Pedro le fue encomendado un “oficio de amor”; y comenta: “¿Cómo podrás demostrar que me quieres, sino apacentando mis ovejas?” Y el Señor en la conversación con Pedro va más allá de lo que había dicho: “Apacienta mis ovejas”, ya que añade (anunciando por adelantado la cruz) “sufre por mis ovejas” (Sermón Güelferbitano 32). 

El ministerio, que es como un tesoro, lo llevamos en vasijas de barro, frágil y quebradizo, pero fortalecidos con la fuerza de Dios. Por ello, la entrega diaria del ministro, manifiesta el poder de Dios en la debilidad y se transforma en ayuda necesaria a la comunidad cristiana (cf. 2 Cor. 4, 7-12; 12. 9-10). 

Al final de la primera lectura, de cara al porvenir, Pablo invita a Timoteo a afianzar la confianza en el Señor, ya que el carisma recibido es para siempre. Recuerdo la profunda impresión que me hizo al entrar en la asamblea de la celebración el canto vibrante: “Tu es sacerdos in aeternum” (tú eres sacerdote para siempre). La perspectiva de los compromisos definitivos fácilmente nos retrae y en el momento de asumirlos sentimos vivamente la debilidad personal y la dilatación del tiempo futuro. No solo hoy, también entonces, hace cincuenta años, experimentamos la propia fragilidad y nos remitimos a Dios “poderoso para guardar mí propósito hasta aquel día” (2 Tim. 1, 12). Ante la celebración del sacramento del matrimonio, ante la profesión religiosa perpetua, ante el ministerio sacerdotal, sentimos cómo en ese momento supremo se funden profundamente la libertad personal y la confianza en Dios bueno y fiel. Él nos dice: Yo estaré contigo para siempre, y nosotros podemos responder: Me apoyo en tu fidelidad eterna. Él nos dice: “Me fío de ti”; y nosotros respondemos: “Sé de quién me he fiado”. En este trance culminante de la vida se manifiesta la grandeza de la persona en su sí definitivo a Dios, y la bondad de Dios que se compromete irrevocablemente con el hombre.
Cuando se contempla aquel momento decisivo con la experiencia de los cincuenta años transcurridos, yo debo reconocer gozosamente que el Señor no me ha defraudado, que es fiel, es rico en misericordia y cumple su alianza; por Él podemos arriesgar la vida. Así como pedimos todos los días el pan, debemos implorar también la fidelidad cotidiana. Reavivar el carisma día tras día, es incluso fácil y gozoso con la ayuda del Señor, que nos anima con su Espíritu. Vivimos más de confianza que de seguridades. Es imposible mirar serenamente al futuro, por definición desconocido e indominable, sin confiar en Dios y en sus hijos. 

2.- En la última cena de Jesús con sus discípulos les anticipó como alimento singular su cuerpo entregado y como bebida única su sangre. Lo que terminaba de hacer encargó a sus discípulos que lo hicieran en conmemoración suya, instituyendo así el sacramento de la Eucaristía (cf. Lc. 22, 19-20; 24-27). 

En este contexto pide a sus discípulos que no contiendan por los primeros puestos, ya que Él siendo el Señor “está en medio de ellos como el que sirve” (cf. Lc. 22, 27). La discusión sobre el poder, el dinero y los honores acecha siempre a los discípulos de Jesús, olvidando que el camino de su Señor culmina en la gloria pero pasa por la cruz. La autoridad en la Iglesia no es poder según los criterios del mundo sino servicio según el estilo de Jesús. Nuestra dignidad no consiste en dominar sino en servir a la comunidad cristiana y a los necesitados.

Presidir la Eucaristía, que es el memorial de la entrega de Jesús al Padre por la humanidad, exige del sacerdote imitar lo que conmemora, conformando su vida con la donación de sí mismo que hizo Jesucristo.

En los años de formación en el Seminario de Ávila me ayudó mucho un librito del padre Y. Congar, editado hace poco de nuevo, con el título “Por una Iglesia servidora y pobre” (París, 1962). La palabra que en el Nuevo Testamento expresa la función de los ministros es diaconía que significa no sólo un poder que debe ser ejercido con espíritu servicial, sino constitutivamente servicio (cf. Lumen gentium 18 y 24; cf. Act. 1, 17 y 25; 21, 19; Rom. 11, 13; Tim. 1, 12). El Señor, por su manera de vivir y por lo enseñado a los apóstoles, da un vuelco a los criterios del mundo: Los que ejercen la autoridad se hacen llamar señores y dominan; no será así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; “porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud” (Mc. 10, 45; Lc. 22, 27). 

Los primeros textos que recogen ese filón servicial del Señor son probablemente de San Pablo (cf. Congar, p. 28). San Agustín, sobre todo en sermones de ordenación, pronunció unas palabras bellísimas que os ofrezco en esta oportunidad, y que yo quiero acoger especialmente en presencia de todos. Aparecen con frecuencia para armonizar el sentido del ministerio y la fraternidad cristiana. La autoridad ministerial no rompe la comunidad sino que la sirve y construye.

He aquí algunos textos realmente antológicos de San Agustín. “Si me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo, éste, el de la gracia; aquél, el del peligro, éste el de la salvación” (Sermón 340, 1). “En lo que a vosotros respecta, hay que considerar dos cosas: Primero, que somos cristianos; luego, que tenemos autoridad. Por tener autoridad somos contados entre los pastores, si somos buenos pastores; por ser cristianos, somos también ovejas lo mismo que vosotros” (Sermón 47, 2). “Él custodia cuando vigiláis. Él guarda cuando dormís, pues Él durmió una vez en la cruz, y ya no duerme. Sed Israel, porque no duerme ni dormita el que guarda a Israel. Ea, hermanos, si queremos ser guardados bajo la sombra o protección de las alas de Dios, seamos Israel. Yo os custodio por el oficio de gobierno, pero quiero ser custodiado con vosotros. Yo soy pastor para vosotros, pero soy oveja con vosotros bajo aquel Pastor. Desde este lugar soy como maestro para vosotros, pero soy condiscípulo vuestro en esta escuela bajo aquél único Maestro” (Enarrat. in Psal. 126, 3). 

El sacerdote debe tener conciencia clara de que apacienta la grey del Señor, no su propia grey. Las ovejas pertenecen a Jesucristo y no a nosotros. Cuidamos el rebaño encomendado transmitiendo la Palabra de Dios, que no es nuestra; de los Sacramentos no somos propietarios. Si no es nuestra la Iglesia, ni la Palabra de Dios, ni los Sacramentos, lo que de nosotros se pide consecuentemente es la fidelidad. Somos “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se busca en los administradores es que sean fieles” (1 Cor. 4, 1-2).

Se puede conectar fácilmente la pertenencia peculiar del sacerdote a Dios, la administración fiel de su Palabra, y de los Sacramentos y el servicio que debe a la Iglesia con una exhortación que recibimos con frecuencia en el Seminario de Ávila de labios del Rector don Baldomero Jiménez Duque. Utilizaba la palabra expropiación. Y la explicaba de la siguiente forma: “El carácter sacerdotal consagra al sacerdote de manera especialísima. Le segrega, le unge, le hace sagrado. No se pertenece. Es posesión particular del Señor”. El sacerdote en cuanto siervo de Dios, de Jesucristo y de la Iglesia, cumpliendo su misión sirve también a la humanidad. El Señor ha tomado posesión de nosotros por el sacramento de la ordenación y nos ha unido a su servicio pastoral.

El papa Francisco habla frecuentemente de vencer la tentación de la “autorreferencialidad” a través de la relación con Jesucristo que nos envía y por la destinación misionera; el centro es Jesucristo y las “periferias” son el campo apostólico. Nos debemos al Señor y a los demás. 

También nos comentaba de vez en cuando don Baldomero el lema, que había difundido don Rufino Aldabalde en Vitoria: “¡Siempre sacerdote! ¡En todo sacerdote! ¡Solo sacerdote!”. En este dicho se unen íntimamente ministerio y vida de los presbíteros. Consagración sacramental y existencia del sacerdote.

Cuando miro hacia atrás, a los cincuenta años transcurridos desde la ordenación sacerdotal, que es un acontecimiento decisivo de mi vida, se me impone como tónica dominante la gratitud. Con la purificación de la memoria otros sentimientos han sido silenciados y excluidos. El agradecimiento a Dios y a tantas personas de las que me reconozco deudor es como el aroma que impregna la memoria de este largo tiempo. “Memoria y gratitud”. 

“Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal. 89, 1). “El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades” (Sal, 100, 5). 

Con unas palabras del Magnificat de Santa María la Virgen quiero terminar: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”.
Mons. don Ricardo Blázquez Pérez
Cardenal Arzobispo de Valladolid
S.I. Catedral de Valladolid
18 de febrero de 2017
AgenciaSIC
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