El 20 de octubre del 2016 se produjo un acontecimiento único en los
últimos siglos: la apertura de la losa de mármol que se venera en el
lugar donde la tradición sitúa el sepulcro de Jesús, dentro de la
basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén.
Bajo aquella losa se descubrió una segunda losa, también de mármol
gris, que contiene una hendidura en toda su longitud y que lleva
esculpida una cruz de Lorena. Muy probablemente, esta es de la época de
las cruzadas, de comienzos del siglo XII.
Sacada la segunda losa, empezaron las sorpresas, según explica el diario La Vanguardia.
Inmediatamente bajo esta losa, y a 35 centímetros de la actual tierra
del edículo de la basílica, apareció la que es la pieza fundamental del
conjunto: un banco de piedra ordinaria excavado en la roca que
está en conexión directa con la pared vertical, también excavada en la
roca, que hay detrás de él.
Las crónicas de los viajeros medievales, como Fèlix Faber (1480), que
vieron el edículo sin los mármoles de recubrimiento actuales,
testifican que banco y pared forman un todo de piedra. Este todo
corresponde a la pared norte de la pequeña habitación donde está el
lugar venerado como sepulcro de Jesús.
La segunda sorpresa saltó cuando se vio que la pared sur de esta habitación correspondía a una segunda pared vertical, también de roca ordinaria, de unos dos metros de alto.
Por lo tanto, el edículo de la basílica del Santo Sepulcro contiene
un conjunto formado por dos paredes de piedra (norte y sur) y un banco
(al lado norte) –todo excavado en la roca–. Este conjunto corresponde a
un sepulcro del tipo “cámara sepulcral” al que se accedía bajando, pues
quedaba por debajo del nivel del terreno exterior.
De este sepulcro han desaparecido los lados este y oeste, así como el
techo, que había sido cortado en la roca como el resto de la tumba, y
un probable arco sóleo situado encima del banco de piedra.
En resumen, sólo ha quedado la parte de la tumba relativa al banco de
piedra; de hecho, la longitud del actual edículo es la misma que la del
banco, mientras que su anchura corresponde al espacio entre las dos
paredes de piedra. El suelo de piedra original del sepulcro, aún por descubrir, ha de hallarse bajo el actual pavimento de mármol.
El elemento arqueológico que hemos descrito concuerda con los datos
documentales de los evangelios –a continuación ponemos entre comillas
los textos que se encuentran en Mateo 27, Marcos 15-16, Lucas 24 y Juan
19-20. Por eso es legítimo suponer que nos encontramos ante la tumba de
Jesús.
En efecto, Jesús murió crucificado en la colina de la Calavera o
Gólgota, lugar de las ejecuciones, un muñón de roca de 13 m de alto
situado fuera de ciudad a 80 o 90 m de una de las puertas de Jerusalén.
“Cerca”, en una zona de sepulcros que aprovechaban el berrocal de una
antigua pedrera, había el “huerto” de José de Arimatea con un sepulcro
“nuevo”, por estrenar. Este sepulcro se cerraba con “una piedra… muy
grande” que se hacía “rodar”. La piedra indica que el sepulcro de Jesús
era del tipo de cámara sepulcral y que “había sido tallado en la roca”.
Se entraba bajando ligeramente hasta el “ lugar” donde se “depositaba”
el cadáver, es decir, el citado banco de piedra.
Este banco estaba situado “a la derecha” de la entrada –igual que en
el sepulcro del edículo de Jerusalén. La bajada tenía que ser suave ya
que una persona como María Magdalena “se agachó para mirar dentro del
sepulcro”.
La existencia del banco se confirma por una información doble de
Marcos y Juan. En Marcos 16,5 se dice que las mujeres entraron en el
sepulcro y encontraron “a un joven sentado que llevaba un vestido
blanco” –evidentemente, sólo se podía sentar en el banco en cuestión–,
mientras que en Juan 20,12 se habla de “dos ángeles vestidos de blanco,
sentados en el sitio (el banco) donde había sido puesto el cuerpo de
Jesús”.
Claro está, pues, que cuando dieron sepultura a Jesús el viernes día 7
de abril del año 30 d.C. mientras el sol se ponía, no lo pusieron
dentro de un nicho sino que lo depositaron sobre el banco de piedra –el “
sitio” del que hablan los evangelios. La razón de esta decisión es que
Jesús había muerto tras una considerable agresión física y su cuerpo estaba en un estado lamentable.
Tal como era costumbre entre los judíos de la época y, aún hoy en
muchas culturas, un cadáver tiene que ser lavado y ungido con “aceites
aromáticos” antes de enterrarlo. Pero como Jesús tuvo que ser
enterrado a toda prisa porque empezaba el “reposo del sábado”, su cuerpo
fue dejado sobre el banco de piedra. El cuerpo quedó cubierto con “la
sábana de amortajar” y su cabeza, sujeta por “un pañuelo”, “atado” por
debajo de la mandíbula para evitar la caída.
“El domingo de buena mañana”, el 9 de abril del año 30 d.C.,
cuando las mujeres vuelven al sepulcro para lavar y ungir el cuerpo de
Jesús, se encuentran con que no está encima del banco de piedra excavado en la roca donde lo habían depositado.
María Magdalena piensa primero que “se lo han llevado fuera del
sepulcro”. Después, emerge en las mujeres una hipótesis que rompe todas
las barreras y expectativas y cambia la historia: “Jesús, el
crucificado, ha resucitado. Mirad el lugar [¡el banco!] donde lo habían puesto”.
Las mujeres fueron en busca de los discípulos varones, que se
mostraron del todo escépticos: “Algunas mujeres de nuestro grupo… han
ido de buena mañana al sepulcro, no han encontrado el cuerpo de Jesús y
han vuelto diciendo que hasta habían tenido una visión de ángeles, a los
cuales aseguraban que él vive”.
El escepticismo es la reacción del que no quiere
hacerse demasiadas preguntas, ni complicarse ni implicarse en algo que
podría romper los esquemas.
Al otro lado del escepticismo está la apuesta fuerte, a todo o nada.
El escéptico es temeroso. El que apuesta es audaz. La vida no es una
ecuación ni una deducción, sino una decisión que da respeto pero que
puede acabarse con un triunfo, el de la misma vida sobre la muerte.
La fe en la resurrección de Jesús no es una evidencia de tipo lógico
pero tampoco un salto al vacío a-racional. La investigación histórica
muestra un acuerdo entre los datos arqueológicos y los de los
evangelios. El dato arqueológico no demuestra aquello que la fe cree,
pero le da verosimilitud y estimula la razonabilidad.
Los evangelios canónicos no son ninguna invención,
sino documentos del siglo I donde la fe de sus autores y la historia que
narran se mezclan y complementan. Por eso tienen que leerse como
cualquier otro documento antiguo, al tiempo que son el fundamento de la
fe cristiana. De ellos sale una revolución: la que empezó en un banco
excavado en la roca, dentro de un sepulcro de Jerusalén hace dos mil
años.
Artículo originalmente publicado por Forum Libertas
Aleteia