Es la Pascua el tiempo en que me preparo para la llegada del Espíritu. Veo los signos de vida que Dios realiza a mi alrededor y me asombro siempre de nuevo, como los apóstoles: “El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría”.

Me llena de alegría ver lo que Dios hace a mi alrededor. Las conversiones, los cambios de vida. La santidad oculta de tantos. Me asombra también lo que hace en mí. Lo que ha hecho a lo largo de tantos años. Me ha cambiado. Me conmueve. Soy testigo también de los milagros sencillos que obra en tantos corazones. 

Es la Pascua el tiempo de esa Iglesia primera que va recorriendo los caminos con un corazón puro e inocente. Una Iglesia que vive en la fuerza del Espíritu. ¡Cuánta libertad para dejar actuar a Dios! ¡Cuánta docilidad! Me falta tantas veces… Me gustaría tener un corazón más libre. Quiero recibir el Espíritu que me libere de mis ataduras. 

Viene en Jesús y a través de aquellos que imponen las manos. “Enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo”.
Es el Espíritu que me libera, que me hace dócil. Ese Espíritu que entrego en mis propias manos como agua que calma la sed. Es el Espíritu que despierta mi carne dormida, llena de luz mi oscuridad, viste de esperanza mi amargura. 

Queda poco para celebrar Pentecostés y ya anhelo ese día de fuego. Desde ahora mismo quiero preparar el corazón para vivir en mi cenáculo, esperando, aguardando. Me siento tan humano, tan del mundo y deseo anclarme más en Dios para vivir mi vida con un sentido. El Espíritu puede venir sobre mí y cambiar mi corazón si yo le dejo. Se lo pido. 

Que estos días me ayuden a vivir en el cenáculo de mi vida. Esperando. De la mano de María que me ayuda a perseverar en mi oración. El Espíritu lima las asperezas de mi alma. Y despierta vida en mi interior. Y me hace apóstol, testigo de una nueva esperanza. 

Hoy escucho: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto”. Doy razones de mi esperanza. Y lo hago desde la humildad. Quiero ser manso.

El Espíritu levanta mi corazón y me hace creer en lo que no veo posible. Tantas veces pierdo la esperanza cuando veo mucho dolor en mi camino. Este tiempo del Espíritu me ayuda a creer en lo que no veo, en lo que me parece imposible. Alegra mi corazón y lo ensancha para que puedan caber en Él más personas. 

Añoro un tiempo del Espíritu para poder dejar de lado mis tristezas y mis agobios. Miro a María y quiero rezar como lo hacía una persona: “Madre, necesito vincularme a ti, tenerte más presente. Depender y darme cuenta de esa dependencia que aunque no temo que se pierda, sí que descuido muchas veces”. Con María soy capaz de  perseverar y mantenerme fiel. 

Imploro la venida del Espíritu Santo que cambie mi corazón para siempre. No quiero volver a tener un corazón de piedra. Pero es verdad que a veces me cueste creer en todo su poder. 

Desconfío de lo que mis manos pueden hacer cuando bendigo. Y no valoro el poder que tienen mis palabras. Y no sé calcular la fuerza del amor de Dios en mí. Cuando dejo que Él ame por los dos. 

Me asombro de nuevo al ver el poder de Dios en mi alma. Suplico que venga sobre mí y venza tantas resistencias que pongo que no me dejan experimentar su amor. 
Carlos Padilla
Aleteia

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