Esta santa «sin historia», como se la denomina, es otra de las
doctoras en el modo admirable y heroico de asumir el anonadamiento
espiritual y el perdón. Un ejemplo de vida oculta en Cristo. Pasó su
existencia sin realce social ni intelectual. Deforme de nacimiento,
despreciada, maltratada, abandonada de los suyos, humillada, y destinada
a vivir con los animales, en ese calvario cotidiano, que llevada de su
amor a Dios le ofrecía, se labró su morada eterna en el cielo. Y de eso
se trata. Algunas pinceladas de su biografía se reconstruyeron en
diciembre de 1644, casi medio siglo después de su muerte, cuando se
abrió la tumba para enterrar a una parroquiana y hallaron su cuerpo
incorrupto. Dos vecinos, que tenían ya cierta edad y habían sido
contemporáneos de la joven, echaron mano de su memoria y dieron pistas
para identificarla.
Había nacido en Pibrac, Francia, hacia 1579 porque se piensa que
falleció en 1601 cuando tenía 22 años. Su deceso se produjo en completa
soledad, como había vivido, en el establo y sobre un camastro de rudos
sarmientos, acompañada del ganado que custodiaba. Era hija de Laurent
Cousin, quien al enviudar de la madre de Germana, Marie Laroche, que
falleció cuando aquélla tenía unos 5 años, contrajo matrimonio –era el
cuarto para él– con Armande Rajols. Y ésta fue una auténtica madrastra
para la pequeña; no tuvo ni un ápice de compasión con la niña. Germana
había nacido con una pésima salud. Padecía escrófula y presentaba
evidente deformidad en una de sus manos. Ante la pasividad de su padre,
Armande la maltrató cruelmente ideando formas despiadadas para
infligirle el mayor daño posible. Al final, la separó de su hogar, le
vetó el acceso a sus hijos y la destinó al cuidado de las ovejas con las
que conviviría hasta el final. Tenía 9 años cuando comenzaron a
enviarla a pastorear en la montaña, seguramente con la idea de ir
borrando el recuerdo de su existencia, o hacerla desaparecer bajo las
fauces de los lobos. Arrinconada, considerada una nulidad para cualquier
acción por sencilla que fuera, Germana tuvo dos ángeles tutelares: una
iletrada sirvienta de su familia, Juana Aubian, y el párroco de la
localidad, Guillermo Carné. La primera volcó en ella sus entrañas de
piedad hasta donde le fue posible ya que, en cuanto vieron que podía
medio valerse por sí misma, la enviaron al establo. El excelso
patrimonio que Juana le legó fue hablarle del Dios misericordioso. A su
vez el sacerdote, hombre sin duda virtuoso y clarividente, juzgó que se
hallaba ante una elegida del cielo por los signos que apreciaba en ella:
bondad, espíritu de mansedumbre, y una inocencia evangélica tal que
infundía una alegría ciertamente sobrenatural. La mísera ración de
comida, mendrugos de pan que le echaban a cierta distancia en prevención
de un eventual contagio, la compartía con los indigentes. Ni siquiera
esta muestra de compasión consintió la madrastra, y un día la persiguió
para darle público escarmiento. Cuando en presencia del vecindario le
arrebató violentamente el delantal donde guardaba su esquilmada
provisión para los pobres, quedó impactada por el prodigio que se obró
en ese mismo instante. Todos vieron cómo se desprendía del modesto
mandil una cascada de flores silvestres bellísimas en una estación
impropia para su nacimiento y en un entorno en el que no solían brotar,
anegando el suelo con sus brillantes colores.
Laurent despertó un día de su cobarde letargo y ofreció a Germana
volver al hogar. La joven agradeció la invitación paterna, pero eligió
seguir en el cobertizo. Oraba cotidianamente por la conversión de
Armande, que no terminó de conquistar esta gracia hasta poco antes de
morir. El párroco acogió a la santa como catequista de los niños que
entendían maravillosamente las verdades de la fe a través de los
ejemplos que ponía. Era asidua a la misa, rezaba el rosario y no podía
evitar que fueran haciéndose extensivos los hechos milagrosos obrados a
través de ella, y que ya en vida le dieron fama de santidad. Uno de
estos se produjo nada más morir el 15 de junio de 1601, y fue
contemplado por varios religiosos que se hallaban de paso en Pibrac.
Vieron doce formas blancas que se elevaban hacia el cielo dando escolta a
una joven vestida de blanco; llevaba la frente ceñida con una corona de
flores. Al descubrir que había fallecido, todos supusieron que era
Germana que entraba en la eternidad. Fue enterrada en la iglesia, lugar
en el que siguieron multiplicándose los milagros. Los partidarios de la
Revolución intentaron destruir sus restos echándoles cal viva. Pero en
el siglo XVIII volvieron a hallar su cuerpo incorrupto. Pío IX la
beatificó el 7 de mayo de 1854, y la canonizó el 29 de junio de 1867.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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