El amor del niño que se sabe amado es heroico. Porque no se detiene ante los peligros
No tengo muy claro si es la vanidad ese pecado que me pierde y me hace caer en la falta de misericordia. Me
siento importante y de repente miro desde arriba, menosprecio y juzgo a
otros. Llego a pensar que valgo sólo por lo que produzco, por lo que se
ve de mis obras, por lo que el mundo aprecia en mis actos.
Surge la vanidad en el alma, al creerme mejor que otros. Ese
sentimiento insano penetra mi corazón y me hace vulnerable. Sí, cuanta
más vanidad siento, más vulnerable soy, más dependo del aprecio de los
demás, más condeno y juzgo. Y me vuelvo estirado. Distante. Algo
prepotente. Presumido. Pretencioso.
Busco la caricia que me haga sentirme bien. Mendigo el reconocimiento
de todo el mundo y siempre. Necesito el elogio y la alabanza para poder
sonreír. Que me sigan miles, millones.
Pretendo siempre gustar, caer bien y ser apreciado. Siempre y en
todo. Y como no es posible y no suele suceder, me turbo y sufro. Es esa
debilidad del alma que se abaja buscando la aprobación de toda creatura.
¡Qué pobre me veo entonces huyendo de la crítica y buscando siempre
la aceptación del mundo, no la de Dios! No sé si es una tentación. O es
que mi alma está enferma porque en algún rincón oculto tiene una herida
de amor profunda que no soy capaz de reconocer. Alguna crítica no
olvidada. Algún desprecio grabado.
Mi autoestima permanece herida. El amor a mí mismo sufre. No me
acepto, no me quiero, no me gusto y espero que los demás me acepten y me
quieran. Se me olvida ese amor profundo de Dios grabado un día en mi
alma. Y vivo como si Dios no me amara lo suficiente.
Decía el P. Kentenich: Dios es un buen padre de todos los hombres,
un padre que con el más grande amor se preocupa de cada uno de sus
hijos, de cada pequeñez en sus vidas, y todo lo dispone y conduce para
el bien de cada uno.
Ese amor incondicional de Dios, que me ama en todos mis fracasos y
caídas, es el único amor capaz de sanar mis heridas. Es un bálsamo que
me da aliento y paz cuando más lo necesito.
Dios me ama tal como soy sin yo merecerlo. Me ama en medio de mi
pobreza. Se me olvida ese amor de hijo. Creo tantas veces que Dios sólo
me ama cuando soy bueno, cuando soy fecundo, cuando soy útil. Y si no
soy bueno, no me ama, me aparta a un lado, se desentiende de mí, me
olvida.
Quiero tomar conciencia de mi valor de hijo. Recordar su amor
imposible. Descubrir a Dios como Padre y saberme amado por Él en toda
circunstancia, lo merezca o no: Allí donde se ha despertado el amor
filial, ¡cuánta impotencia se llega a sentir! Cada grado de amor filial
profundiza la conciencia de nuestra debilidad. Sólo cuando el niño es
pequeño, puede ser grande.
Experimento mi debilidad como hijo y me abro al poder de mi Padre.
Sólo si descubro mi fragilidad y la entrego, puede Dios acercarse a mí.
Sólo si confío. Me gusta tocar mi fragilidad, mi debilidad. Solo no
puedo hacer nada.
El amor del niño que se sabe amado es heroico. Porque no se detiene
ante los peligros. Confía plenamente en ese Dios Padre que lo quiere y
sale a buscarlo en medio de la tormenta.
Así es el amor de Dios, aunque yo me olvide. Le gusta verme impotente
y débil para poder tender sus brazos hacia mí inclinando su rostro. Le
gusta saber que lo necesito y clamo por su presencia. Que lo busco
cuando siento que sin Él nada puedo.
Es la experiencia de la filialidad la que necesito para aprender a
vivir. Dios me ama cuando me reconozco pequeño. Dios me ama no porque
sea poderoso, ni porque lo merezca. Dios me ama cuando dejo de lado mi
vanidad y me siento humillado.
Es por eso que se encarnó en la piel de un niño. Se puso a mi altura.
Rebajó su poder y se volvió vulnerable, frágil, indefenso. Para
despertar en mí la misma conciencia de debilidad. Me hago niño para
descubrir el poder de Dios. Me vuelvo niño para poder tocar su amor
misericordioso.
Dios me quiere con locura y no me deja nunca. Me ama porque me ha
creado como soy, me ha elegido, me ha soñado. Me ha imaginado con mis
dones y defectos. Con mis capacidades e incapacidades. Me ama porque
quiere sacar de mí la mejor versión de mí mismo, esa que aún no conozco.
Y no quiere que sufra al verme incapaz de hacer todo lo que deseo.
Yo con frecuencia caigo en la vanidad y busco el aplauso. Necesito
que me reconozcan, que me halaguen. Y me vuelvo duro e importante.
Poderoso y fuerte. Como si no necesitara el amor gratuito de nadie para
sobrevivir. Siento que todo se lo puedo exigir a la vida, alguien me lo
debe. Me creo con derechos.
No quiero la gratuidad de nadie, tampoco la de Dios. No deseo que me
den algo sin yo merecerlo. Me vuelvo exigente conmigo mismo, con los
demás, con Jesús. Ya no confío en que Dios me ayude si yo no hago nada,
si no pongo de mi parte.
No creo en su poder cuando experimento que no puedo. Creo más bien en
lo que toco, en lo que puedo lograr. Me vuelvo vanidoso cuando me van
bien las cosas. Me siento fuerte y entonces Dios no puede mostrarme su
amor de Padre, no le dejo.
Ve que no necesito su presencia y cercanía, y se entristece. Ve que
no soy niño. Porque me he vuelto hombre rígido y seguro de mí mismo. No
dudo de mis pasos. No temo. No confío en nadie.
Quisiera aprender a ser más niño. Para poder entrar por la puerta
pequeña de su alma. Quisiera volver a la edad aquella. Recuperar la
inocencia perdida. Volver a mirar con ojos puros.
Quisiera reconocer que no puedo hacerlo todo solo. Que necesito su
amor, su abrazo, su cuidado, para poder seguir el camino. Sé que sin ese
amor paternal de Dios no camino. Sin el amor maternal de María no logro
avanzar.
El Adviento es una vuelta lenta y pausada a mis años de niño. Cuando
las sorpresas me asombraban. Y el tiempo era un presente eterno. Y no
había preocupaciones. Ni miedos, ni prisas.
Me gusta volver a ser niño dejando de lado mi madurez vanidosa. Me
gusta volver a sonreír por nada. Y soñar con cosas imposibles, de esas
que creen los niños. Cuando no hay muerte ni dolor. Cuando no hay
nostalgia ni pérdida. Me gusta la mirada de los niños. Quiero volver a ser niño. Miro a Jesús.
Carlos Padilla
Aleteia