La grandeza del hombre es saber a quién admirar. Elegir bien el camino a seguir
No sé muy bien cómo digerir las alabanzas que recibo.
Llegado al punto de escuchar un elogio no sé si hago bien alegrándome
por dentro o sería mejor dejarlo pasar como las aguas del río, sin
prestarle atención.
Me repito a mí mismo que sólo soy un siervo de Dios, que hago lo que
debo, nada más, sólo eso. Pero me engaño. Por dentro agradezco el
halago, y me sienta bien el elogio.
No quiero revestirme de falsa humildad. A veces me siento como
queriendo esconder lo que me dicen, pero sin dejar de escuchar
atentamente. Sé que la caricia me hace bien. Aunque al mismo tiempo me
ablanda por dentro. Y caigo en la tentación de mendigar elogios siempre
con la sonrisa en el rostro.
Cuando me alaban me siento útil para el reino de Dios. Un instrumento
apto en las manos de María. Pero cuando callan y no me dicen nada.
Cuando me juzgan y critican. Cuando hablan mal de mí o simplemente no
hablan.
Entonces me turbo y me duele muy dentro el alma. ¿Cómo puedo
prescindir de esa ayuda para caminar? Caigo en la vanidad de los elogios
y las alabanzas. De los agradecimientos y menciones. Todo es vanidad.
Porque vivo comparándome con otros. Buscando ser el mejor en lo que
hago. Espero recibir lo mismo que reciben los mejores, nunca menos.
Quiero más amor, más cuidado, más atención, más cariño. Siento que es
vanidad que me preocupe tanto el qué dirán. El qué pensarán de mí si
hago o si no hago. Si voy o si no voy. Si digo o callo. Vivo pensando en
responder a las expectativas creadas en medio de un mundo tan vasto
donde no abarco. No cumplo. No llego.
Son en realidad las mismas expectativas que yo mismo he creado con
mis palabras y gestos. Con los precedentes. Y entonces esperan algo que
yo les puedo dar. Buscan oír lo que he dicho que no quería decir.
Y me veo corriendo con los dientes apretados dispuesto a contentar
tantas demandas, tantas exigencias. Quiero que todos sean felices por mi
causa. Quiero ser luz, causa de alegría y esperanza. Y me vuelvo
vulnerable al halago.
Mendigo el abrazo amigo como algo tan necesario para darme. Espero la
palabra amable que me haga sonreír. Y el consuelo del aprecio que
levante mi ánimo. Es tan fácil admirar y adular a otros. Ensalzar y
reconocer desde abajo al que yo mismo he subido a un pedestal.
Porque me hace bien tener modelos a los que seguir. Ver reflejada en
la carne humana esa santidad que anhelo. Y encumbro a otros hombres
pensando que no cometerán errores como hago yo y no caerán. Su fidelidad
será mi fuerza.
Pero la fama es efímera. Y la carne humana débil. Y se me olvida en
mi vanidad que todos fallan, yo el primero. Y dudo de mí al ver caer a
otros. Y temo caer yo mismo. Me olvido de la realidad del hombre que es
débil y frágil.
Hoy resulta tan fácil buscar modelos que no me ayudan a vivir. Modelos con valores diferentes a los que me hacen bien: Quizás
hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto
que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las
estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero
están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus
historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus
flaquezas. Ese mirar –y admirar–a otros es humano. Es cierto que no todo
es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside en saber admirar a
quien merezca la pena.
La grandeza del hombre es saber a quién admirar. Elegir bien el
camino a seguir. Admirar y seguir las huellas de quien merezca la pena.
¿A quién admiro? ¿A quién sigo? ¿Quién muestra en su carne los valores
que yo sueño?
Quiero seguir al que tenga valores eternos reflejados en su carne
humana y en sus pasos. Admiro a muchas personas, es verdad. Pero no sigo
a muchas. Admiro sin temer su caída. Porque todo es posible. Todos
podemos fallar.
Y al mismo tiempo me asusta que me admiren. Porque genera la
admiración una expectativa dentro de mi alma que me tensa. Pongo sobre
mí la autoexigencia de no defraudar a nadie, de no ser piedra de
escándalo.
Con los dientes apretados lucho y corro por los caminos de la vida
intentando no fallar y llegar a todo. Lo hago con un gesto de rigidez
impuesto, en medio de mi cansancio. Sufro el miedo a defraudar. La
expectativa que tantos tienen y que puede que no obtengan lo esperado.
¿Qué carga pongo yo sobre los hombros de aquellos a los que admiro?
¿Qué carga han puesto algunos sobre mis hombros? Tal vez exijo una
perfección inalcanzable, una santidad intachable. O me la exigen. Porque
tienen expectativas sobre mi vida.
Es todo tan fútil. Vanidad de vanidades. Los años vuelan. El tiempo
se escapa entre los dedos. Temo exigir a otros y exigirme a mí mismo más
de lo posible. No puedo dejar de mirar a lo alto del cielo.
No puedo dejar de mirar a Jesús hecho niño que me recuerda que soy
barro. Sé que por mi piel puedo llegar a las estrellas. Necesito
aprender a poner siempre en Dios mi confianza. Ser como Jesús en medio
de la paz de una noche santa. La fragilidad humana es sólo el peldaño
que me conduce a lo alto. O el peldaño por el que baja Dios descalzo
para encontrarse conmigo.
No me quedo en el dedo que señala la luna. Miro más alto del dedo,
miro lo que señala. Creo en el poder de un Dios infinito reflejado en
rasgos humanos caducos, en medio de una cueva.
Y me admiro de que Dios puede hacer desde la pequeñez de mi vida
obras tan grandes. Me conmueve tanto poder tocando mis miembros
cansados. Puede hacer que mi voz obre milagros. Puede sanar con mis
manos tan torpes heridas hondas. Puede levantar con mis pocas fuerzas al
caído en medio del camino. Y puede hacer que mi sonrisa torpe dé
aliento a los que viven sin esperanza, son tantos.
Y yo temo dejarle actuar a Dios. Me asusta tanta cercanía en mi
carne. Se me olvida que es Él el que está detrás de todo lo que sueño y
espero. Sigo a muchos. Admiro a muchos. Pero sigo mirando en lo alto su
poder de Padre que me busca y abraza. Y lanza lazos humanos para que
suba alto, muy alto, a su regazo. Y no me quede en el dedo, en la vida, que lo señala a Él ante mis ojos.
Carlos Padilla
Aleteia