San Dámaso
El primer papa de origen hispano, conocido como el "Papa de las catacumbas"
El último tercio del siglo IV marca el período de mayor influencia de España en Roma. Tres nombres gloriosos llenan ese espacio de tiempo, cada uno en su campo propio y los tres ligados de alguna manera entre sí. Dámaso honra el pontificado; Teodosio, el imperio, y Prudencio, la poesía cristiana.
El primer papa de origen hispano, conocido como el "Papa de las catacumbas"
El último tercio del siglo IV marca el período de mayor influencia de España en Roma. Tres nombres gloriosos llenan ese espacio de tiempo, cada uno en su campo propio y los tres ligados de alguna manera entre sí. Dámaso honra el pontificado; Teodosio, el imperio, y Prudencio, la poesía cristiana.
España, que tanto había recibido de Roma, que aprendió a amar en
latín a Jesucristo, pagó con creces la deuda contraída. Aun
prescindiendo de otros nombres ilustres, con los tres mencionados
bastaba para probarlo.
San Dámaso es, entre los pontífices antiguos, el que más cerca está de nosotros por sus gustos
de intelectual y escriturista y por sus aficiones de arqueólogo. Su
diplomacia firme, aunque discreta, contribuyó a consolidar la posición
del cristianismo frente a los últimos ataques del paganismo.
Supo mantener el prestigio de la Sede Apostólica, expresión que
comienza a circular durante su pontificado, y salvaguardar la unidad de
la fe, tan amenazada por el arrianismo y otras herejías cristológicas o
trinitarias; fue el mecenas de san Jerónimo y alentó
sus trabajos bíblicos, que reconocería doce siglos después el concilio
de Trento al adoptar como texto seguro la traducción de la Vulgata.
Por último, sus aficiones de arqueólogo le llevaron a restaurar las catacumbas, salvando la memoria de los mártires y orientando la piedad de los fieles hacia su culto.
San Dámaso nació en Roma el año 305, de una familia de ascendencia española,
cuyo padre, Antonio, había hecho toda su carrera eclesiástica no lejos
del teatro de Pompeyo, junto a los archivos de la Iglesia romana, siendo
"notario, lector, levita y sacerdote".
Su madre se llamaba Laurencia y llegó a la edad de noventa y dos
años. Tuvo también otra hermana menor, llamada Irene, la cual se
consagró a Dios vistiendo el velo de las vírgenes.
El santo se formó a la sombra del padre, en un ambiente elevado,
teniendo ocasión de relacionarse con lo mejor de la sociedad romana,
tan compleja, pues alternaban los cristianos fervorosos con los viejos
patricios adictos al paganismo, los herejes irreductibles y los
empleados públicos, cuyas convicciones variaban según soplasen los aires
de la política imperial.
La educación de Dámaso fue exquisita, y desde el primer momento se orientó hacia la carrera eclesiástica,
destacándose entre el clero de la Urbe. Como toda persona de mérito,
tuvo que sufrir la calumnia o la enemistad, y, por su labor entre las
damas piadosas, que solicitaban su dirección, le motejaron los
envidiosos de halagador de oídos femeninos: auriscalpius feminarum.
Ya desde su infancia, encendida su imaginación con el relato de las
muertes heroicas de los mártires, debió despertarse en él la vocación de
cantor de los que dieron su vida por la fe, recogiendo ávidamente las
noticias que circulaban oralmente, como en el caso de los santos Pedro y
Marcelino, en que el mismo verdugo le contó su martirio: Percussor retulit Damaso mihi, cum puer essem.
Era diácono cuando falleció el 24 de septiembre de 366 el papa
Liberio. El imperio había sido repartido en 364, tomando Valente el
Oriente y Valentiniano I el Occidente. Desde 358 había un antipapa,
Félix III (467), y, aunque Dámaso se había mostrado partidario suyo,
después se reconcilió con Liberio y trabajó en reconciliar al antipapa.
Por el gran ascendiente que gozaba en Roma, Dámaso fue elegido Papa en la basílica de San Lorenzo in Lucina por la mayoría del clero y del pueblo, siéndole favorable la nobleza romana.
Sin embargo, los opositores se reunieron en Santa María in Trastevere y eligieron a Ursino,
que se hizo consagrar rápidamente por el obispo de Tibur, no haciéndolo
Dámaso hasta un domingo posterior, que fue el 1 de octubre, por el
obispo de Ostia.
Parece como si Dios pusiera en la existencia de los santos ocultas
espinas que les puncen para purificarles. Ursino fue el aguijón de
Dámaso.
Desde que el 26 de octubre el emperador Valentiniano dió orden de
destierro contra el antipapa, la revuelta se apoderó de Roma. Los
partidarios de Ursino se hicieron fuertes en la basílica Liberiana,
teniendo que soportar un verdadero asedio de los seguidores de Dámaso,
donde dominaban los cocheros y empleados de las catacumbas.
Armados de sus herramientas de trabajo y de hachas, espadas y
bastones, se aprestaron al asalto de la basílica. Algunos lograron subir
al techo y lanzaron contra los leales de Ursino no precisamente pétalos
de rosas, conmemorativos de la nieve legendaria que diera pie a la
erección del templo, sino teas encendidas, que ocasionaron 160 muertos.
Ursino fue desterrado, y, si bien el emperador le permitió volver el
15 de septiembre de 267, le expulsó de nuevo el 16 de noviembre. El
antipapa no cede: desde su destierro maquina nuevas intrigas y en 370 consigue envolver a san Dámaso en un proceso calumnioso.
En 373 se abre un nuevo proceso contra Dámaso ante los tribunales de
Roma. Esta vez el acusador es un judío convertido, Isaac, detrás del
cual se reconocen fácilmente los manejos de Ursino. El emperador
Graciano interviene personalmente y falla la causa. Absuelve a Dámaso y
destierra a Isaac a España, y a Ursino a Colonia.
En 378 ha de justificarse ante un concilio de obispos italianos que
él mismo había convocado. Los obispos estaban inquietos a causa de las
dudas que provocó la usurpación de Ursino.
Pidieron que los obispos no pudieran ser llevados a más tribunales
que a los eclesiásticos, formados por sus propios colegas, y, en caso de
apelación, que ésta se hiciera al Papa. Que éste sólo pudiera ser
juzgado, en caso de necesidad, por el emperador en persona.
Todavía en 381 Ursino vuelve a la carga. El concilio de Aquilea,
reunido por entonces, fue la ocasión. El antipapa quiere llevar la
resolución del caso al propio emperador. Mas a partir de entonces todo
se apacigua. Ursino debió de morir, porque no se vuelve a hablar más de
él.
Los partidarios de Ursino no fueron los únicos en crear preocupaciones a San Dámaso.
Al lado del antipapa se agitaban durante todo este tiempo los titulados
obispos cismáticos; luciferianos, donatistas y novacianos. Roma era un
avispero de sectas, y el Papa tuvo que luchar contra su intransigencia, como en el caso de los donatistas, descendientes de los antiguos montanistas africanos.
Su campeón, el presbítero Macario, condenado al destierro, murió de
las heridas que recibiera al ser apresado, aunque la elección de otro
obispo significó un nuevo competidor contra Dámaso.
En medio de tantas dificultades, el gran Papa pensaba en la Iglesia universal. En cuanto a herejías, su mayor preocupación era el arrianismo.
Roma se había pronunciado abiertamente contra las doctrinas arrianas en
el concilio de Nicea y siempre había mantenido una línea clara en este
punto.
Al tiempo de la elección de san Dámaso eran arrianos los obispos
Restituto de Cartago y Auxencio de Milán, y otros muchos del Ilírico y,
sobre todo, de la región del Danubio. El emperador no quería problemas
por causa del arrianismo, y la situación era dudosa.
En 369 san Atanasio escribe a Afros, a los obispos de Egipto y Libia,
y habla del "querido Dámaso", pero muestra su inquietud por el estado
de cosas de Occidente. Un poco después otra carta del mismo santo obispo
habla de recientes concilios reunidos en las Galias y España, y en la
misma Roma, en que se tomaron medidas contra Auxencio de Milán.
El concilio de Roma nos es conocido por la carta Confidimus,
del propio san Dámaso a los obispos de Ilírico. Esta carta es una firme
declaración de los principios de Nicea. Pero fue necesario esperar la
muerte de Auxencio, en 374, para reemplazarle por un obispo ortodoxo:
san Ambrosio.
En la región dalmaciana (Ilírico) el arrianismo conservó durante
mayor tiempo su hegemonía, aunque en 481 el concilio de Aquilea, en el
que San Dámaso no llegó a intervenir, condenó vigorosamente los manejos
de los herejes.
En Oriente la política religiosa del Papa tuvo menos éxito,
porque la situación era más embrollada. Los católicos estaban divididos a
causa del cisma de Antioquía. Los unos eran partidarios de Melecio, que había sido elegido según regla: los otros se inclinaban a favor de Paulino.
San Basilio de Cesarea era el jefe de los primeros, y con él casi
todo el episcopado oriental. Pero Roma, bajo la influencia de san
Atanasio, se había pronunciado por el segundo. A partir de 371 fueron
llevadas a cabo largas y penosas negociaciones por san Basilio para
obtener la condenación explícita de Marcelo de Ancira y después la de
Apolinar de Laodicea, así como el reconocimiento de Melecio de
Antioquía.
San Dámaso se contentó con remitir la carta Confidimus del
concilio romano de 370. El asunto de Marcelo de Ancira se resolvió con
la muerte del hereje, y el de Apolinar con su condenación en 375.
El caso de Melecio fue más complicado, porque la solución dependía en
gran parte de aceptar o rechazar por parte de san Basilio la
terminología trinitaria usada en Roma.
San Dámaso comenzó por mostrarse intransigente en este punto (carta ad gallos episcopos,
374); después hizo concesiones, aunque un concilio romano de 376
parecía volver al estado primitivo. Sin embargo, la muerte de san
Basilio el 1 de enero de 379 allanó el arreglo, más necesario que nunca.
Un gran concilio reunido en Ancira aquel mismo año aceptó las
fórmulas propuestas por el Papa. Mas este concilio, presidido por el
propio Melecio, no podía ser grato a Dámaso, que era partidario de
Paulino.
Muerto aquél el año 381, no pasó, empero, Paulino a la silla de
Antioquía, como hubiera deseado el Papa, sino Flaviano, lo cual
contribuyó en alguna forma a aislar el Oriente de Roma por no resolverse el mencionado cisma.
Por aquella misma época se convocaba en Zaragoza (380) otro
concilio para condenar a Prisciliano, cuyas doctrinas ascéticas
resultaban sospechosas. Este, que había llegado a obispo de Avila, recurriló al Papa, a quien llama senior et primus.
San Dámaso, sin condenarle expresamente, no admitió su requisitoria:
eI hereje español tuvo el mal acuerdo de elevar su causa al emperador, y
a pesar de las protestas de san Martín de Tours y de otros obispos, el
efímero emperador Máximo avoca la causa a su tribunal y juzga y condena a
Prisciliano en 385 por el delito de magia. Él y otros cuatro más son
decapitados. Ya tienen los panfletistas el primer caso de "relajación al
brazo secular''.
En 382 fue convocado en la misma Roma un concilio al que san Dámaso
tal vez pensaba darle carácter universal, pero que resultó de escasos
frutos. Como el propio san Jerónimo acudiera a la
ciudad de las siete colinas, fue ocasión de que le conociera san Dámaso y
se trabara entre ambos una estrecha amistad, que tan beneficiosa sería
para las ciencias bíblicas.
Durante tres años (382-385) el Papa le retuvo por secretario. Le
alentó en sus trabajos escriturísticos y en sus versiones de las
Sagradas Escrituras del hebreo y griego al latín, lo que nos
proporciornó la Vulgata, versión que todavía hoy utiliza como oficial la Iglesia romana.
Sin embargo, san Jerónimo tenía un carácter independiente y
excitable, muy difícil para la vida de la curia. Añorando su soledad,
muerto ya el Papa, donde siempre los que han servido al señor difunto
encuentran enrarecido el ambiente, se retiró a Belén con sus libros y
sus penitencias.
En otoño del año 382, Dámaso, sin entrar en escena, obtuvo en Roma un triunfo importante para el cristianismo: la remoción de la estatua de la Victoria de la sala del Senado.
Una vez que Constantino concedió por el edicto de Milán del 313 la
paz a la Iglesia y comenzaron a surgir en la Urbe las grandes basílicas
cristianas, nos cuesta trabajo entender que Roma siguiera siendo
"oficialmente" pagana todavía casi a fines del glorioso siglo IV.
El edicto de Milán propiamente no cambió la situación legal del
paganismo. Seguían abiertos los templos paganos, seguían expuestas en
plazas, foros y paseos las estatuas de los dioses, seguían recibiendo
los sacerdotes del antiguo culto sus subvenciones estatales. Gran número
de las familtias de la nobleza romana seguían apegadas a sus antiguas
creencias.
El poeta español Prudencio, que hizo una visita a Roma a primeros del
siglo V, pudo todavía contemplar a los sacerdotes coronados de laurel
cuando se dirigían apresurados al Capitolio, por el amplio espacio de la
vía Sacra, conduciendo las víctimas mugientes.
Allí vió el templo de Roma, adorada como una divinidad, y el de
Venus, quemándose el incienso a los pies de ambas diosas. Como en los
versos de Horacio, vió a las vestales taciturnas acompañar al Pontífice
según subían las gradas de altar.
El mundo en que vivió san Dámaso casi pudiera decirse que, con emperadores ya cristianos, seguía siendo pagano,
y era frecuente sentir el balanceo de la hegemonía de una u otra
religión. Quizá donde estaba simbolizada esta lucha era en la susodicha
estatua de la Victoria, el símbolo más venerable del paganismo oficial.
Toda de oro macizo, representaba a una mujer de aspecto marcial y
formas opulentas, que desbordaban los pliegues holgados de su túnica,
ceñido el talle por un cinturón guerrero. La diosa, ágil y robusta,
apoyábase sobre un pie desnudo, extendiendo, como un ave divina, sus
ricas alas, en actitud de cobijar a la augusta asamblea.
Delante de la estatua había un altar, donde cada senador, al entrar
en la curia, quemaba un grano de incienso y derramaba una libación a los
pies de la diosa protectora del imperio.
Esta estatua, que para los cristianos era objeto de escándalo y para
muchos miembros del patriciado como el postrer vestigio de la pujanza
política del paganismo, sufrió numerosas vicisitudes. Verdadero símbolo
de la vieja religión, compartió con ella su suerte.
Durante la lucha de los cultos, que llena todo el siglo IV, la
Victoria desciende de su pedestal cuantas veces el cristianismo sale
triunfador, y vuelve a encumbrarse en el solio cuando el culto de los
dioses reanuda su ofensiva, aunque al final triunfa el cristianismo.
Nos queda considerar, por último, el aspecto que ha hecho más popular
a San Dámaso, y también aquel cuya influencia ha sido mayor para la
posteridad, el que le ha merecido el título de 'Papa de las catacumbas".
Él se preocupó, en medio de la agitación de su pontificado, de
propagar el culto de los mártires, restaurando los cementerios
suburbanos donde reposaban sus cuerpos, de hacer investigaciones para
encontrar sus tumbas, olvidadas, como en el caso de san Proto y san
Jacinto, en la vía Salaria; de honrarlos con bellas inscripciones
métricas, que después grababa en hermosas letras capitales su calígrafo
Furio Dionisio Filócalo, cuyos trazos barrocos todavía podemos admirar
hoy en alguna lápida íntegra que nos ha llegado de entre el medio
centenar que debió esculpir.
A finales del siglo IV eran muy borrosas las noticias que se tenían
en Roma de los mártires de las persecuciones. Cierto que ya Constantino
se preocupó de levantar en su honor espléndidas basílicas, como las de
san Pedro, san Pablo, san Lorenzo y santa Inés.
Pero no era posible hacer otro tanto con los que yacían enterrados en
los lóbregos subterráneos de las catacumbas, pues hubieran hecho falta
sumas enormes.
La idea de san Dámaso fue darles veneración en los mismos
lugares de su enterramiento, según la tradición romana, que ligó siempre
el culto a la tumba del mártir.
Mas para facilitar la visita de los fieles, eran necesarios trabajos
importantes, pues debían abrirse nuevas entradas, ensanchar las
escaleras y hacerlas más cómodas, adornar las salas o cubículos donde
reposaban los cuerpos santos.
San Dámaso se entregó con entusiasmo a esta obra. La cripta de los
papas del siglo lll, uno de los más sagrados recintos de la cristiandad,
la adornó con columnas, arquitrabes y cancelas, y en el fondo colocó
una de sus famosas inscripciones, que todavía puede leerse, recompuesta
en pedazos:
Hic congesta iacet quaeris si turba piorum
Corpora sanctorum retinente veneranda sepulcra.
Corpora sanctorum retinente veneranda sepulcra.
"Si los buscas, encontrarás aquí la inmensa muchedumbre de
los santos. Sus cuerpos están en los sepulcros venerables, sus almas
fueron arrebatadas a los alcázares del cielo...".
Nos podemos imaginar al augusto pontífice, acompañado de sus más
asiduos colaboradores, tal vez el propio san Jerónimo, emprendiendo
aquellas investigaciones que le llevaban a encontrar la pista de algún
santo olvidado. ¡Qué alegría entonces, como se refleja aún en la
inscripción a través de los siglos!:
Quaeritur inventus colitur fovet omnia praestat.
"Tras los trabajos de búsqueda es encontrado, se le da culto, se muestra propicio, lo alcanza todo."
Resulta emocionante saber que san Dámaso emprendió esta obra de
exaltación de los mártires en agradecimiento por haber conseguido la
reconciliación del clero tras el cisma de Ursino.
Podrá objetarse que el santo Pontífice no siempre tuvo buenas fuentes
de información, excepto el caso ya citado, en que el propio verdugo dió
testimonio. Casi siempre ha de recurrir a la tradición oral. En algunos casos ha de dejar el juicio al propio Cristo: probat omnia Christus.
Esta pobreza de sus informaciones se manifiesta ya en las
descripciones genéricas que hace del martirio, o en no saber decir los
nombres o el tiempo de su triunfo, usando una frase imprecisa: "en los
días en que la espada desgarraba las piadosas entrañas de la Madre".
Otras veces será la estrechez de la lápida, que no le permite espacio
para mayores noticias, como en la inscripción de la cripta de los
Papas. Sin embargo, hay que confesar que ya por la dificultad de
expresarse en verso, ya por su propensión a lo genérico e indeterminado,
su poesía es vaga y obscura, aun cuando no podían faltarle noticias concretas, como en los epitafios de su madre Laurencia o de su hermana Irene.
Esta pobreza de expresión se manifiesta, además, en sus imitaciones
virgilianas, que ocurren a cada paso, y en lo reducido de su lenguaje,
que definió De Rossi "como un perpetuo e invariable ciclo" en que se
repiten hemistiquios y aun versos enteros.
A pesar de todo, los pequeños poemas damasianos llegan a conmovernos,
porque reflejan el entusiasmo del poeta y el afecto vivísimo que
alimentaba hacia los atletas de Cristo, de donde sus cálidas
invocaciones: "Amado de Dios que seas propicio a Dámaso te pido ¡oh
santo Tiburcio!'
O en el de Santa Inés: "¡Oh santa de toda mi veneración, ejemplo de
pureza!, que atiendas las plegarias de Dámaso te pido, ínclita mártir".
Se comprende que los peregrinos medievales copiasen con verdadera
ilusión estos versos, merced a lo cual han podido salvarse en códices y
bibliotecas muchos de ellos, cuyos fragmentos filocalianos hallaron
posteriormente De Rossi y otros investigadores de las catacumbas.
Digamos también que san Dámaso, que tuvo el honor de transformar las catacumbas en santuarios, fue, a la vez, el que introdujo el culto de los mártires en Roma.
Al fundar un "título" o iglesia parroquial en su propia casa, junto al
teatro de Pompeyo, según la costumbre, le dió su propio nombre: "in
Damaso", pero le ligó al recuerdo de un mártir español, san Lorenzo.
Y aunque la iglesia iba dedicada a Cristo, como todas las de
entonces, al poner el nombre del santo diácono como una invitación a
honrarle más especialmente, sentó un precedente que evolucionaría con
toda rapidez. Las iglesias se dedicarían a los santos, como ya hoy es normal. El nombre del fundador caería en desuso y quedaría el del patrón.
San Dámaso murió casi octogenario el 11 de diciembre de 384.
Al final de la inscripción a los mártires en la cripta del cementerio
de Calixto, el santo Papa había manifestado su deseo de ser allí
enterrado, aunque por humildad o por escrúpulo de arqueólogo no se
atreviera a tanto.
Hic fateor Damasus volui mea condere membra
sed cineris timui sanctos vexare piorum.
sed cineris timui sanctos vexare piorum.
Entonces se hizo preparar para él y su familia una basílica
funeraria en la vía Ardeatina, no lejos del área donde estaban los
mártires queridos. Esta capilla se presentaba a los peregrinos medievales como una etapa entre Roma y la visita de las catacumbas.
Compuso tres epitafios; para su madre, su hermana y el suyo. Este es
particularmente humilde y lleno de fe. Recuerda la resurrección de
Lázaro por Cristo y termina con esta hermosa frase: "De entre las
cenizas hará resucitar a Dámaso, porque así lo creo".
Sus reliquias fueron llevadas posteriormente a la iglesia de San Lorenzo in Damaso y están conservadas debajo del altar mayor.
Su gran amigo san Jerónimo hizo de él este hermoso elogio en su tratado De la virginidad: Vir egregius et eruditus in Scripturis, virgo virginis Ecclesiae doctor: "Varón insigne e impuesto en la ciencia de las Escrituras, doctor virgen de la Iglesia virginal".
La liturgia también le es deudora de sabias reformas. Además de su devoción acendrada a los mártires, la
construcción del baptisterio vaticano y la firmeza apostólica en
reprimir las herejías, le cabe la gloria de haber introducido en la
misa, conforme a la costumbre palestinense, el canto del aleluya los
domingos y la reforma del viejo cursus salmódico para darle un carácter
más popular.
Por Casimiro Sánchez Aliseda
Artículo publicado originalmente por Mercabá
Artículo publicado originalmente por Mercabá
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