Este 12 de febrero cumple años el obispo Damián Iguacén Borau. Cumple 102 años siendo el prelado más anciano de España y el tercero de toda la Iglesia, sólo superado por un obispo chileno y otro ecuatoriano, ambos con 103 años.

Monseñor Iguacén es obispo emérito de Tenerife y anteriormente fue el pastor de las diócesis de Barbastro y de Teruel-Albarracín.  Este veterano prelado nació en Zaragoza en 1916, hijo de un peón de caminos, algo que le enseñó mucho en su vida.
Seminarista durante la Guerra Civil
El inicio de la Guerra Civil ya le pilló como seminarista en Huesca pero a sus 19 años tuvo que interrumpir sus estudios y trasladarse a Comillas, donde tuvo que trabajar como telegrafista y en cuya contienda fue herido en la cara.

Al término de la Guerra Civil pudo volver al seminario siendo ordenado en 1941, a la edad de 29 años. En una entrevista pasada en ABC aseguraba  que “he vivido con toda mi ilusión el sacerdocio. Dar mi vida sin reserva, lo que me pidieran. Si tuviera que volver a escoger mi vocación, volvería a ser sacerdote”.

Ocupó varios cargos en la Archidiócesis de Zaragoza hasta que fue nombrado en 1970 obispo de Barbastro y en 1974 de Teruel y Albarracín hasta que en 1984 fue trasladado a Tenerife, donde fue su obispo hasta su renuncia por límite de edad en 1991.

Sigue confesando a "todo el que se lo pide"
"Me en­cuen­tro bien, nor­mal para la edad que ten­go. Es­toy con­ten­to. No sien­to nin­gún do­lor ex­plí­ci­to. Me veo algo aplas­ta­di­to, eso sí. Mi rit­mo de vida en la re­si­den­cia es nor­mal. La me­mo­ria sí que me fa­lla un poco".

Actualmente, monseñor Iguacén viva en el Hogar Padre Saturnino López Novoa que las Hermanas de los Ancianos Desamparados tienen en Huesca. Y pese a su avanzada edad sigue con su actividad, “confesar a todo el que me lo pide”.

Y no quiere celebraciones:  "Nun­ca me han gus­ta­do las fies­tas ni he que­ri­do nin­gún pri­vi­le­gio. Yo soy uno de tan­tos, el úl­ti­mo de to­dos y el ser­vi­dor de to­dos, ese es mi lema. Es­toy en la cola para ayu­dar a quie­nes van ca­yen­do en su ca­mi­nar. Lo quie­re el Se­ñor, ¡ben­di­to sea!"
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