Levítico 13, 1-2. 44-46;
1 Corintios 10, 31-11, 1;
Marcos 1, 40-45

En las lecturas del día resuena varias veces la palabra que, sólo con oírla pronunciar, suscitó por milenios angustia y pavor: ¡lepra! Dos factores ajenos contribuyeron a acrecentar el terror frente a esta enfermedad, hasta hacer de ella el símbolo de la máxima desventura que le puede tocar a una criatura humana y aislar a los pobres desgraciados de las formas más inhumanas. El primero era la convicción de que esta enfermedad era tan contagiosa que infectaba a cualquiera que hubiera estado en contacto con el enfermo; el segundo, igualmente carente de todo fundamento, era que la lepra era un castigo por el pecado.
Quien contribuyó más que nadie para que cambiara la actitud y la legislación respecto a los leprosos fue Raoul Follereau [escritor, periodista y poeta francés, Follereau (1903-1977) dedicó toda su vida a combatir la enfermedad de Hansen]. Instituyó en 1954 la Jornada Mundial de la Lepra, promovió congresos científicos y finalmente, en 1975, logró que se revocara la legislación sobre la segregación de los leprosos.

Acerca del fenómeno de la lepra las lecturas de este domingo nos permiten conocer la actitud primero de la Ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En la primera lectura, del Levítico, se dice que la persona de la que se sospeche que padece lepra debe ser llevada al sacerdote, el cual, verificándolo, la «declarará impura». El pobre leproso, expulsado del consorcio humano, debe él mismo, para colmo, mantener alejadas a las personas advirtiéndoles de lejos del peligro. La única preocupación de la sociedad es protegerse a sí misma.

Veamos ahora cómo se comporta Jesús en el Evangelio: «Se le acercó un leproso suplicándole: “Si quieres puedes limpiarme”. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: “Quiero; queda limpio”. Y al instante le desapareció la lepra y quedó limpio».

Jesús no tiene miedo del contagio; permite al leproso que llegue hasta Él y se le arroje delante de rodillas. Más aún: en una época en la que se consideraba que la mera proximidad de un leproso contagiaba, Él «extendió su mano y le tocó». No debemos pensar que todo esto fuera espontáneo y no le costara nada a Jesús. Como hombre Él compartía, en esto como en tantos otros puntos, las convicciones de su tiempo y de la sociedad en la que vivía. Pero la compasión por el leproso es más fuerte en Él que el miedo a la lepra.

Jesús pronuncia en esta circunstancia una frase sencilla y sublime: «Quiero; queda limpio». «Si quieres, puedes», había dicho el leproso, manifestando así su fe en el poder de Cristo. Jesús demuestra poder hacerlo, haciéndolo.

Esta comparación entre la Ley mosaica y el Evangelio en el caso de la lepra nos obliga a plantearnos la pregunta: ¿en cuál de las dos actitudes me inspiro? Es verdad que la lepra ya no es la enfermedad que produce más temor (si bien todavía hay millones de leprosos en el mundo), que es posible, si se llega a tiempo, curarse completamente de ella y en la mayoría de los países ya ha sido vencida del todo; pero otras enfermedades han ocupado su lugar. Se habla desde hace tiempo de «nuevas lepras» y «nuevos leprosos». Con estos términos no se entienden tanto las enfermedades incurables de hoy como las enfermedades (sida y drogodependencia) de las que la sociedad se defiende, como hacía con la lepra, aislando al enfermo y rechazándolo al margen de ella misma.

Lo que Raoul Follereau sugirió hacer hacia los leprosos tradicionales, y que tanto contribuyó a aliviar su aislamiento y sufrimiento, se debería hacer (y gracias a Dios muchos lo hacen) con los nuevos leprosos. Con frecuencia un gesto así, especialmente si se realiza teniendo que vencerse a uno mismo, marca el inicio de una verdadera conversión para el que lo hace. El caso más célebre es el de Francisco de Asís, quien remonta al encuentro con un leproso el comienzo de su nueva vida.
Raniero Cantalamessa
ReligiónenLibertad
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